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Full text of "Jose Monegal 1993 Cuentos De Milicos Y Matreros"

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José Monegal 


CUENTOS DE MITICOS 
Y MATREROS 



















CUENTOS DE MILICOS Y MATREROS 

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JOSE MONEGAL 


CUENTOS DE MILICOS 
Y MATREROS 


Selección y prólogo de: 
Pablo Rocca 


_ |? _ 

lectores de banda oriental 





Carátula: 

Cuadro del autor 


© 

EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL 
Gaboto 1582 - Montevideo - 11.200 
Tel. 48 32 06 - Fax 49 81 38 
Queda hecho el depósito que marca la ley 
Impreso en el Uruguay - 1993 



PROLOGO 


I 

Hay una familia de narradores rioplatenses fundada a principios de este 
siglo, cuando, por mandato del mercado, la prensa periódica y las revistas trans¬ 
formaron al cuento en una mercancía, en un “producto” literario. Aunque frᬠ
giles y poco rendidoras, las reglas de ese nuevo intercambio del capitalismo 
novecentista condicionaron el sistema creativo de nuestros principales escrito¬ 
res. Para el periodismo y las revistas de “actualidades” nacieron unas 150 na¬ 
rraciones cortas de Horacio Quiroga, siempre ' 'incitado por la economía ’ ’ —como 
le dice a su compadre Ezequiel Martínez Estrada— Javier de Viana, en estos 
menesteres, posee el record regional, ya que entre 1893 y 1926 —en menor 
plazo que Quiroga— entregó a las revistas un total de 651 relatos 1 2 . 

Esta práctica decayó hacia principios de los cuarenta, cuando el público 
de masas prefirió otros medios de difusión: el cine y la historieta. Progresi¬ 
vamente se fueron hundiendo el folletín y las múltiples formas de las “novelas 
populares”, impresas en un barato papel diario y de enorme difusión tanto en 
Argentina como en Chile, circuitos editoriales que integraron a muchos uru¬ 
guayos. La pérdida del espacio operativo de las ficciones literarias —el primer 
expiúsado fiie el poema— llegó al periodismo con mayor vigor; se agudizó aun 
más con la sofisticación y la consiguiente velocidad de los medios informativos 
que puso a mano el mundo cercano y remoto; la politización de las masas y 
su creciente injerencia en los asuntos públicos ensanchó las columnas dedicadas 
a la materia; el aumento de la estima colectiva hacia el deporte, atizado por 
nuestros éxitos futbolísticos, le hizo ganar páginas a su favor. Todo junto restó 
espacio a la literatura y recortó estipendios a los escritores. Habría que con- 


(1) La forma de operatividad de este sistema de producción en los relatos de Horacio 
Quiroga se ha explicado parcialmente en nuestro Prólogo a Pasado Amor en esta Colec¬ 
ción (Quinta serie, vol. 27), mayo 1992. El análisis de los antecedentes en el Río de la 
Plata y del caso Quiroga en particular, puede verse en: “Horacio Quiroga periodista: 
El escritor y el maldito dinero”, Pablo Rocca, en: El País Cultural, Montevideo, Año 
III, N° 147, 28 de agosto de 1992, pp. 1-3. 

(2) La Obra Cuentística de Javier de Viana, Alvaro Barros-Lémez, Montevideo: 
Libros del Astillero, 1985, pp. 21-92. 



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siderar, además, la sensibilidad de una sociedad europeizada alerta, como nunca 
antes lo había estado, a los brutales cambios que golpearon entre 1914 y 1945. 

Quienes escribieron sus primeras narraciones a mediados de los veinte, to¬ 
davía pudieron arañar algunas parcelas —o restos— de ese modiis operandi edi¬ 
torial, siempre más rico en la otra orilla del Plata. Para esos medios surgieron 
las ‘‘Veladas del fogón” de Francisco Espinóla, textos que en 1985 Ana Inés 
Larre Borges reunió en volumen, así como algo más de cincuenta relatos de 
Juan José Morosoli; del mismo modo que abundaron cuentos de Enrique Amo- 
rim, Adolfo Montiel Ballesteros, Juan Mario Magallanes o Yamandú Rodrí¬ 
guez. Pronto tuvieron que abandonar la idea —ya paraíso artificial— de vivir 
o siquiera de lucrar a medias con la literatura; pronto se vieron obligados a 
aliarse con poetas y plásticos para reiterar la experiencia de las revistas lite¬ 
rarias, consumidas por públicos selectos y, por eso mismo, con una vida efí¬ 
mera. Pero hay un ejemplo aislado, con escasos antecedentes propios en la 
escritura a contrarreloj, que logró sobrevivir en el viejo sistema y aun mante¬ 
nerse durante casi dos décadas. José Monegal (Meló, 25/VII/1892 - Montevi¬ 
deo, 28/X/1968), ese sobreviviente, colaboró —en algún período casi con una 
frecuencia semanal— en el Suplemento dominical en sepia de El Día, entre 1951 
y 1968. Pero no fue el último, ya que pocos años después de su muerte dicho 
espacio ftie heredado por Angel María Luna. Cualquiera de los dos pudo co¬ 
municarse con un público enorme dado que, según estimaciones hechas en 1957, 
la tirada de El Día oscilaba entre los 60.000 y 80.000 ejemplares 3 . 

No se han fichado los relatos de José Monegal aparecidos, además, en El 
Deber Cívico (Meló), Vanguardia (Montevideo), La Prensa (Buenos Aires), 
Revista de Anda, Revista Policía. Tomando en cuenta sólo los del Suplemento 
mencionado, Arturo S. Visca insinuó, en 1975, que “la producción total del 
autor " merodeaba los cuatrocientos relatos; antes, en 1964, cuando todavía 
quedaban algunas decenas por divulgar, Rubcn Cotelo calculó por lo grueso 
que éstos andaban entre “trescientosy cuatrocientos” 4 . Un rastreo que dista 


(3) La Prensa en Montevideo (Estudio sobre algunas de sus características), Roque 
Faraone, Montevideo: Biblioteca de Publicaciones Oficiales de la Facultad de Derecho 
y Ciencias Sociales de la Universidad de la República, 1960. Interesa relevar un dato 
que aparece en una de las gráficas de esta investigación. El Día destinaba en 1957 un 
promedio de 2.454 cm 2 de su superficie para “Deportes"; 1381 para "Hípicas"; 2.698 
para "Económicas”; 632 para "Políticas”, 2.010 para "Espectáculos”, 702 para "Gu¬ 
bernamentales y Parlamentarias", 372 para Policiales y sólo 502 para “ Culturales" (y 
nótese que se desglosa la información sobre espectáculos en otro ítem). Desconozco in¬ 
vestigaciones de esta naturaleza sobre la prensa rioplatense en los primeros veinte años 
de este siglo. 

(4) Nueva Antología del Cuento Uruguayo, Arturo S. Visca, Montevideo: Banda 
Oriental, 1975, p. 113. "Un narrador popular”, Rubén Cotelo, en: El País, Montevideo, 
10 de mayo de 1964. 



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mucho de ser exhaustivo, nos permite suponer que los relatos inéditos en libro 
no superan el centenar y medio. Sólo una cifra conjetural que basta para mos¬ 
trar la feracidad de este autor, porque con los de esta edición suman 131 los 
cuentos incorporados a volúmenes particulares o antológicos 5 . 

Pese a ello, ninguna historia de la literatura lo menciona siquiera —desde 
Zum Felde a Capítulo Oriental, que apenas lo integra en su diccionario de au¬ 
tores—. Sólo a partir de la Antología del Cuento Uruguayo Contemporáneo 
(1962), de A.S. Visca, empezó a existir para la crítica especializada. Además, 
cabría pensar que su caso está dentro de los escritores a los que se refería re¬ 
cientemente Tomás Eloy Martínez, para quienes ‘ 'el periodismo nunca fue un 
mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la 
vida" 6 . 


II 

Pero esa vida ganada en las narraciones de José Monegal es la de una co¬ 
munidad rural, más específicamente fronteriza, del pasado. Ambientes y per¬ 
sonajes provienen, básicamente, de las décadas del 60-70 del siglo XIX. En 
uno de sus últimos textos, titulado emblemáticamente “Del pasado heroico”, 
justificaba esta elección estética: 

‘ 'No, no hay que olvidar este pasado heroico. La generación de hoy tiene 
que conocerlo, saberlo; conocer y saber la grandeza que encierra este capítulo 
de una ¿poca que pasó. Hacerlo como homenaje, por lo menos, a aquellas mu¬ 
jeres y aquellos hombres que ahondaron en el país caminos a sus cuatro ho¬ 
rizontes". (El Día, Supl. dominical, N° 1812, 28 de enero de 1968). 

Después del fracaso de la novela Nichada. Apuntes de un indio de la selva 
ecuatorial, 1938), Monegal se afirma en el cuento breve. Como Quiroga, como 
Viana, sacó en limpio del ejercicio casi semanal de su escritura, en el rígido 
molde de una página formato tabloide —ilustración propia incluida—, una lec¬ 
ción estilística que lo benefició. La economía de recursos del género le enseñó 
a podar toda tentación exhortativa, la que recuperó sólo en sus pocas estampas, 
como la precitada; calculó con mejor puntería el uso de cada adjetivo; condensó 


(5) Uno de los primeros volúmenes de esta Colección (el N° 4) fue una antología 
de este autor. El Tropero Macabro y Otros Cuentos, 1978, preparada por Heber Raviolo 
y Washington Benavides y prologada por el último, uno de sus críticos más atentos y 
entusiastas. Allí se incluyen dos cuentos sobre milicos y matreros. 

(6) Se trata de una comunicación leída en Caracas en el Primer Congreso Interna¬ 
cional de Periodismo Cultural: "Utopía del periodismo cultural”, en: La República, Mon¬ 
tevideo, 16 de abril de 1992, p. 39. 



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en los diálogos lo esencial comunicativo; desplazó la descripción de atmósferas 
para concentrar en la historia todo el peso del relato. Y aunque no pueda ad¬ 
vertirse el menor aprendizaje de los cuestionadorcs del realismo decimonónico 
—desde Proust a Kafka, desde Joyce a Faulkner—, lo que le hizo estructurar 
sus narraciones desde una voz omnisciente y "objetiva”, probó diversas téc¬ 
nicas que lo apartaron de las repeticiones a las que ese ritmo febril de produc¬ 
ción lo condenaba: la historia dentro de la historia, cambios de perspectiva en 
la narración, diferentes operadores de principio, inserción de textos de segundo 
nivel tales como "partes” o cartas. 

Avanza por ese mundo campesino con una doble modalidad narrativa y 
formal: a) el texto realista paradigmático, de acuerdo al modelo trazado por 
la literatura del siglo precedente (el relato se cifra en la referencia y en un cua¬ 
dro social vivido); b) las historias de animales y hombres, en la forma clásica 
de la fábula, de las cuales su novela Memorias de Juan Pedro Camargo (1958) 
es el mejor ejemplo; y en la "semi-fábula”, en la que " conviven la existencia 
de los hombres y el vivir de los bichos”, según observara Washington Bena- 
vides 1 . 

En unos y otros mantuvo ese distanciamiento con la materia que le pro¬ 
porcionaba su tiempo, del mismo modo que en las Ficciones de Reyles o Viana, 
una opción que desecharon sus contemporáneos Morosoli, Amorim o Paco Es¬ 
pinóla quienes prefirieron el pasado reciente al remoto. Se hace ostensible así 
su formación literaria tradicional y quizás las condiciones de su trabajo que 
se interponen a cualquier deseo de ficcionalizar un tiempo también “heroico”, 
pero que fue parte de su vida. La pasión partidista no se oculta ni en su Vida 
de Aparicio Saravia (1942) —rica en anécdotas sin desarrollo—, ni en los mu¬ 
chos —y militantes— artículos sobre su divisa en El País, parcialmente refun¬ 
didos en el Esquema de la Historia del Partido Nacional (1959). Escribir cuentos 
para el diario batllista pudo suponer una especie de autocensura, imposible si 
lo hubiera hecho en las páginas del matutino blanco; esta restricción fue, a la 
vez, fructífera, ya que reprimió la descarga admirativa que opacó los artículos 
y libros sobre su bando. 

Resulta demostrativo de esta resistencia que los escasísimos personajes par¬ 
ticipantes en ejércitos "revolucionarios”, turnea desnudan ánimos de banderías, 
jamás la guerra es el tema preponderante, sino que funciona como escenografía 
y pretexto para otros temas. Así, en “Simón Mansilla”, el anciano protagonista 
menta su intervención en una “patriada”, pero esto es sólo im episodio que 


(7) Prólogo a Cuentos Escogidos de José Monegal, Washington Benavides, Monte¬ 
video: Banda Oriental, 1967, p. 9-10. Y especialmente stt introducción a la primera an¬ 
tología de esta clase de relatos: Cuentos de Bichos de José Monegal, Montevideo: Banda 
Oriental, 1973, pp. 5-8. 



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se pone al servicio de su vejez y experiencia (El Día, N° 1743, 12/VI/1966); 
algo similar ocurre en “Emiliana” (Ibid., N° 1794, 4/VI1/67) y “El toldito" 
(N° 1805, 10/X1I/67). Ejemplo cabal de esta reticencia a entrar de lleno en 
las vicisitudes guerreras de sus “vivientes”, aparece en “Problema resuelto" 
(N° 1763, 30/X/66). Aquí, Valerio Trillo, desesperado por el desprecio de una 
mujer, se une a una partida revolucionaria, en la que se destaca por su arrojo; 
hasta que cae gravemente herido en combate. La muchacha, arrepentida de su 
antigua indiferencia y seducida por el valor del combatiente, le ofrece su amor, 
que Trillo, en venganza, rechaza. Todos estos relatos se remontan a la "Re¬ 
volución de las lanzas” de Timoteo Aparicio (1870), no a las acciones de Apa¬ 
ricio Saravia en 1897 o 1904, las que Monegal admiró desde su niñez en Cerro 
Largo y escuchó de innumerables bocas durante la investigación sobre su caudillo. 

Esto no significa que la mirada de Monegal sobre el pasado y aun sobre 
los hechos “heroicos” elimine el humor y el grotesco, dos rasgos principales 
en su narrativa, quizá los que haya trabajado con mayor maestría, como el lec¬ 
tor podrá comprobarlo en casi todos los cuentos que hemos reunido en esta opor¬ 
tunidad. 


III 

El grupo que seleccionamos para este volumen se ajusta a la primera mo¬ 
dalidad, la mayoritaria en su obra. El autor recreó con asiduidad los tipos hu¬ 
manos del milico y el matrero, algo inevitable dada su autolimitación en el espacio 
y el tiempo. Gran parte de estos relatos estaban inéditos en libro, y todo parece 
indicar que el último Monegal estaba ordenando su obra de acuerdo con series 
temáticas más orgánicas. A esta hipótesis contribuye la proximidad de la pu¬ 
blicación del conjunto (entre el 5/IV/1964 y el 20/X/1968), así como la cadena 
de historias que llevan el antetítulo: "Del pasado heroico”. Un enunciado de 
la estampa “El milico” es muy elocuente sobre esta posibilidad: “En la his¬ 
toria de los milicos hay de todo: desde heroicidades hasta miserias. Se podría 
hacer un buen libro con ella" 8 . 


(8) Los cuentos aquí reunidos y que ingresaron en volúmenes anteriores son: I o . 
“Renuncia del comisario Pórtela y del cabo Lapuenle” y 2 o . “Penca brava” ( Nuevos 
Cuentos, Montevideo: Alfa, 1967); 3 o . "El guardia civil Juan Cáceres” ( Antología del 
Cuento Uruguayo Contemporáneo, de Arturo S. Visca, Montevideo: Universidad de la 
República, 1962). "El comisario Lino Cabrera y el negro Marcelino Meirelos” apareció 
en la revista Policía, de Montevideo (1966); todos los demás se tomaron del suplemento 
dominical de El Día. Agradezco a la prof. Isis Monegal la posibilidad de consulta libre 
del archivo de su padre, imprescindible para este trabajo. 



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Sus historias moran en cinco escenarios de la ancha pradera del norte uru¬ 
guayo: la estancia cimarrona, la pulpería, el campamento ocasional —del tro¬ 
pero, el carrero, el contrabandista o el revolucionario—, el caserío o pueblo 
“de ratas” (nunca la ciudad), y la comisaría de campaña. Los personajes que 
los pueblan, de cualquier estamento, raramente caen en el estereotipo. Esto se 
evita, por un lado, merced al empleo de un humor “levantisco y sombrío, a 
veces alegre y retozón’’ 9 , el que genera una visión desacralizadora, lejos de 
toda simplificación maniqueísta. 

Así como sus “rigoluciones” políticas se frenaron en 1870, la vida social 
que predomina en sus relatos responde a las estructuras precapitalistas, ante¬ 
riores a la propagación del alambrado de los campos durante la dictadura de 
Latorre. Brevemente puede describirse este cuadro: los estancieros casi siem¬ 
pre son terratenientes, muchos de ellos procedentes del Brasil (como el de “La 
lámpara maravillosa”, Cuentos Escogidos, 1967) y sus establecimientos se de¬ 
dican a la cría de vacunos y no de lanares; menos aun hacen granja. Abundan 
los matreros especialistas en abigeato, una ‘ ‘profesión” que el ejército latorrista 
diezmó hacia 1875; proliferan los contrabandistas, los de la época en que sólp 
se pasaba caña, tabaco, yerba, café y rapadura; los peones son analfabetos —mu¬ 
chos de ellos negros y brasileños—; hay también pulperos y mercachifles, jo- 
vencitas apetecibles, chinas leales y de las otras, sirvientas negras, agregados 
y puesteros. Pero faltan los maestros y casi no hay gringos —si acaso algún 
español— nunca un italiano, un francés o un centroeuropeo. Los estudios de 
José Pedro Barrán y Benjamín Nahum pueden darnos alguna pista para inter¬ 
pretar este marco social. Empecemos por el vértice de la pirámide económica: 

“[Las peculiaridades de la frontera alentaron] la condición seiiorial del gran 
propietario. Nunca fue, sin embargo, un señor feudal, porque en alguna medida 
consideró a la estancia como negocio y no como mera fuente de recursos para su 
actividad política o militar". [...] 

“En el norte, junto al predominio del vacuno criollo se daba también el pre¬ 
dominio del hacendado brasileño. En 1884, de los 6.872 de esa nacionalidad, 5.741, 
o sea el 83%, se hallaban establecidos en el Norte y el Este” 10 . 

En los relatos de Monegal no se encontrará el hacendado burgués de la 
modernización agropecuaria —a quien tanto exaltó Reyles en sus novelas— sino 
ese estanciero "gaucho”, quien, aunque poseedor de enormes fundos que le 
“engordaban el cinto de monedas”, controlaba las tareas y aun colaboraba en 


(9) Ruffmelli, Jorge. “José Monegal (1892-1968). Casi una fíbula”, eh: Marcha, 
Montevideo, N° 1424, 8 de noviembre de 1968. 

(10) Historia Rural del Uruguay Moderno (1851-1885), José P. Barrán / Benjamín 
Nahum, Tomo I (compendio), Montevideo: Banda Oriental, s/f., p. 91 y 132 respecti¬ 
vamente. 



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su ejecución u . Los hay de todo pelo: la mayoría son arbitrarios con los peo¬ 
nes y lascivos con sus mujeres, contrabandistas de alto vuelo y rapaces explo¬ 
tadores (vgr.: “El guardia civil Juan Cáceres”, “Penca brava” y “Un 
procedimiento del comisario Lino Cabrera"); pero también los hay compren¬ 
sivos y condescendientes (vgr: “El rapto", “Sherlock Holmes criollo”). Nin¬ 
guno hace política a lo grande, porque no existen los "dotores” entre ellos. 

Los demás tipos humanos poblaban la estancia en sus diversas actividades 
y con magros salarios, tanto más bajos cuanto descendieran en la escala jerár¬ 
quica, progresivamente reducidos a medida que progresa el alambramiento de 
los campos: 

“En 1891-1892 —señalan los historiadores citados— había en Cerro Largo un 
peón cada 1.054hectáreas; en Soriano, con abundancia de lanares, cada 664 [...] 
Antes del alambramiento en la década 1860-1870, el salario mensual de un peón, 
que siempre incluyó habitación y comida, era cercano a los doce pesos. Luego del 
cerco los documentos indican “10 ó menos ”[...] El peón corriente no recibía más 
de $ 5, y en la zona fronteriza aun menos, si es que recibía algo" 12 . 


Los matreros y contrabandistas de Monegal se convierten en tales por tres 
motivos: la prepotencia del patrón; la injusticia y la miseria (vgr.: “Renuncia 
del Comisario Pórtela y del Cabo Lapuente”); la “fatalidad de una desgracia” 
(riña que deriva en muerte del oponente), (v. ‘ ‘El matrero’ ’). Son éstos los úni¬ 
cos pobres que adquieren conciencia de su marginalidad y nociones precisas 
de la injusticia, a diferencia de los simples rateros o de los borrachos irredentos 
o los peones fieles. Esto explica que encarne en el matrero el ideal de libertad; 
como muestra de este rasgo, no siempre afortunado desde el punto de vista li¬ 
terario y de evidentes raíces románticas, léase “El Pirú Fleitas y la libertad”. 
Un informe redactado por Luis A. de Herrera en 1920 para la Federación Ru¬ 
ral, llega a las mismas conclusiones que el escritor: ‘ ‘el jornalero rural no tiene 
aspiraciones; a gusto vegeta; no ahorra, poco piensa; no establece diferencias 


(11) Historia Rural del Uruguay Moderno. La Civilización Ganadera bajo Batlle 
(1905-1914). Tomo VI, José P. Barrán / Benjamín Nahum, Montevideo: Banda Oriental, 
1977. El departamento de Cerro Largo, donde se desarrollan la mayoría de los relatos 
de Monegal, mostraba en este período un equilibrio entre el latifundio y la propiedad 
mediana, con mayor inclinación hacia la gran extensión. Los minifundios eran muy abun¬ 
dantes entonces: totalizaban 1038 predios, el 43,4% de la suma global, pero ocupaban 
sólo el 2,4% del total de la tierra (v. p. 298). Los grandes hacendados ausentistas, que 
ocupaban 122 predios mayores de 2.501 has., alcanzan el 16%del total (v.pp. 307 y401). 

(12) Historia Rural del Uruguay Moderno. Historia Social de las Revoluciones de 
1897 v 1904, Tomo IV, José P. Barrán / Benjamín Nahum, Montevideo: Banda Oriental, 
1972,' pp. 23-24. 



14 

entre el presente y el porvenir; vive al día" ,3 . 

El milico, de la policía de campaña y no del ejército de línea, quizás sea 
el personaje cuyos contornos psicológicos moldeó con mayor fortuna. Hay que 
distinguir aquí también las jerarquías: el comisario bien puede ser un corrupto 
o un investigador y árbitro hábil entre las clases sociales de intereses antagó¬ 
nicos —como'el reiterado personaje Lino Cabrera—, o un ambicioso. El sar¬ 
gento suele destacarse por su ostentación del poder que obtuvo luego de sucesivas 
humillaciones en su lento ascenso. 

Pero Monegal no olvida el origen marginal del milico (peón desocupado 
o, en algún caso extremo, matrero “arrepentido”, como en "Una vida cambia 
de rumbo”); ni oculta su pésima paga o su vetusto armamento, como la "mi¬ 
lagrosa” tercerola de “El guardia civil Juan Cáceres”; ni deja de mencionar 
sus flacos caballos, como el que figura en “El parte del sargento Zacarías 
Crespo”. En 1878, una época dorada para la represión —si se la compara con 
los años anteriores al militarismo—, el diario La Campaña informaba: 

"El soldado de policía tiene un haber mensual de quince pesos; de esos quince 
pesos hay que deducir habilitado, montepío, etc., etc., lo que viene a ser cincuenta 
centésimas, cinco pesos de rancho y uno o dos de uniforme, de modo que su ver¬ 
dadero sueldo es de ocho pesos y medio" 14 . 

Con ese dinero podían comprarse treinta y cuatro kilos de yerba argentina, 
la más barata. El sueldo de un ministro de Estado ascendía a $ 600. 

Por eso, en muchas ocasiones, sargentos, cabos y agentes desertan cuando 
descubren que son simples instrumentos para la protección de los poderosos 
("El Pirú Fleitas...”, “Renuncia del comisario Pórtela...”). Entonces, tam¬ 
bién ellos cruzan al otro lado de la frontera y se pierden entre la niebla. 

Pablo Rocca 


(13) Ibid., pág. 369. 

(14) Loe. cit. en: La Tila y el Sable. Vida Cotidiana en el Uruguay de Várela y 
Latorre, Enrique Méndez Vives, Montevideo: Fin de Siglo, 1993, p. 103. 



EL MILICO 


Era, el milico, un elemento que servía tanto en el ejército como 
en la policía. Una línea de botones, más o menos dorados, destacándose 
sobre su chaquetilla, un sable de ancha vaina metálica golpeando su 
pierna izquierda, y ya le caía el milico a un hombre. Con cieno des¬ 
precio se pronunciaba esa palabra. 

Cuando un poblador de la campaña no arreglaba su vida como peón 
de estancia, o tropero, o contrabandista: o cuando matrerear no armo¬ 
nizaba con su temperamento: cuando no sabía manejar con cierto modo 
turbio un naipe, o tañer con cierto arte una guitarra, cuando no ie era 
posible, ya por su condición física, ya por falta de temple, correr ca¬ 
ballos sobre un trillo de pencas; cuando no se avenía a ser simplemente 
un vago, enderezaba al cuartel, o a la comisaría, y sentaba plaza; se 
enganchaba. Algunos, andando un tiempo más o menos largo, renun¬ 
ciaban al servicio, pedían la baja —que muchas veces no les era con¬ 
cedida—; pero otros le tomaron gusto al uniforme, a la autoridad que 
creían ejercer —y que muchos ejercían, hasta con despotismo—; al cla¬ 
rín y al tambor. Y he allí al milico auténtico. A los de la ciudad les 
pasaba lo mismo: concurrían a sentar plaza cuando no tenían otro ho¬ 
rizonte. 

Nuestro más viejo recuerdo del milic .0 se remonta al 3 o de Caba¬ 
llería, de guarnición en Meló. Aún vemos, un poco esfumados en la 
niebla del pasado, sus soldados, tieso el quepis, ajustado el uniforme, 
altas las botas, sonantes los sables. También miramos la estampa de 
los policías de esa época. Los que hacían servicio urbano, en verano 
vestían de blanco, de oscuro en invierno. Los de campaña entraban ai 
pueblo jinetes casi siempre en flacos caballos, el poncho patria arrollado 
a los tientos y metidos en un uniforme que de uniforme solo tenía el 
nombre. Pero, para mejor dibujarlos, vamos a dejar aquí la estampa 
de dos que conocimos muy bien, uno del ejército, otro de la policía. 
De aquél conservamos sólo el apellido: Gayoso. Era negro, criollo; del 



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otro sólo el apodo: Chico Portugués, blanco, abrasilerado. 

Gayoso, entre las cuatro paredes del cuartel, o en el patio de la 
Jefatura, durante sus guardias de cárcel, usaba de un modo casi pru¬ 
siano. Era de los que sabía cuadrarse, rígido, ante im superior. Profiíndo 
conocedor del servicio y respetuoso de él, atento a la diana y a la ora¬ 
ción. Siempre de bota bien lustrada, relumbrosos sable y botones. Llegó 
a cabo. Pero existía el otro Gayoso, humano, cordial. En sus horas de 
servicio parco en palabras, que las soltaba como disparos de carabina: 
en sus horas de franco cambiaba la chaquetilla por un ponchito de ve¬ 
rano, el pantalón por bombachas, las botas por alpargatas. Se entreve¬ 
raba en las barras de boliche donde su refranero ponía una elevada nota 
de la filosofía y de la picaresca criollas. Bebía por lo alto. Pero en el 
mismo instante que se le acababa el franco, estuviera donde estuviera, 
cambiaba fundamentalmente. Entraba a su rancho el paisano y de él 
salía el milico. 

Hasta que llegó el día aquel que lo dieron de baja. Estaba de guar¬ 
dia en la cárcel de la Jefatura. Allí había un comisario cuya justicia 
y ley estaban en la hoja de su espada o en la argolla de su rebenque. 
Un déspota. Cierta noche al recorrer los calabozos, oliendo a caña, se 
enfrentó con un preso, mozo de campaña que había muerto a un guarda 
aduanero. Gayoso ya había hablado con él. Lo dio por bueno y la muerte 
que hizo por justa. El comisario, luego de un breve cambio de palabras 
la emprendió a golpes con el preso aquel. Lo dejó tendido, exánime 
en una crujía adonde lo hizo llevar. Allí ñie Gayoso. A ñierza de trapos 
empapados en agua y sal lo reanimó. Y luego conversó largamente con 
él. Corrieron los días, y ya repuesto el mozo, una madrugada Gayoso 
le dio libertad. A la vuelta de la cuadra había un caballo. El negro nos 
decía, después: 

—En mi vida me topé con mucha cosa fiera, con mucha maldá; 
pero aquella cometida por el comisario me hizo olvidar el quepi, las 
botas y el sable... 

Murió siendo tropero. 


* * * 

Chico Portugués fue un milico auténtico. Para él los mayores per¬ 
turbadores del orden público eran los muchachos y los ebrios. Para aqué¬ 
llos tenía una vara de mimbre, larga y cimbreante: para éstos recurría 



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casi siempre al pito. Se cruzaba con un niño, veía que llevaba bolitas 
o trompos, y le decía, mirándolo fijamente: 

—No se puede jugar en la nía ni en la calzada, mire que hago can¬ 
tar la vara. 

Encontraba un borracho, de los pesados, fuera en la calle o en la 
plaza pública, tocaba pito llamando a un compañero, y entre los dos 
cargaban con aquel. Por lo general le decía: 

—Anda haciendo pruebas y usté no es macaco de circo. ¡Marche! 

Chico Portugués revestía su cinismo —que era de los de más de 
la marca— con una corteza de grave y rígida autoridad, que aprove¬ 
chaba para pedir fiados yerba, café, azúcar, tabaco, caña, etc., en los 
comercios del pueblo; fiados que morían en fiados. Se le prendía como 
im saguaypé al jefe, al comisario y al segundo, haciéndoseles hombre 
de su confianza. Tenía un rancho en extramuros en el que nunca faltaba 
una china que lavaba y planchaba su ropa, le cebaba mate, le cocinaba... 

En la historia de los milicos hay de todo: desde heroicidades hasta 
miserias. Se podría hacer un buen libro con ella. 




EL MATRERO 


El matrero ha desaparecido. Hoy vive en la leyenda. 

Existió, animado y dinámico, sobre nuestra tierra; y al decir nues¬ 
tra tierra unimos a ella la del otro lado del río; allí constituyó el mismo 
tipo. 

El matrero, como tal, surgió casi siempre de un grave incidente. 
Decir de alguien la gente: se desgració, significaba que ese alguien, 
al correr de un episodio en su existencia, se había perdido para la ley 
y, a veces, para muchos hombres. Diremos con más claridad esto: en 
una reunión de carreras, o en tal candía de taba, o en alguna función 
de trabajo, dos hombres se enfrentaban arma en mano. Caía uno herido 
de muerte; el otro huía al castigo de la autoridad. Montaba a caballo 
y comenzaba otra existencia. Prefería ese hombre realizar su vivir en 
medio de sinsabores, desapareciendo por aquí, apareciendo por allá, 
escondiéndose o exhibiéndose —según cuadrara a su táctica— durmiendo 
angustiosamente, no comiendo a veces, desconfiando hasta de su som¬ 
bra, dudando de todos, a cortar esa actividad dramática inmovilizán¬ 
dose entre las rejas de un calabozo. Trágica era su libertad; pero él 
la ponía por sobre todas las cosas. Entendía que mientras se moviera 
a su antojo, sobre un camino sin límites, seguiría viviendo; por sombría 
que hiera su vida jamás lo sería tanto como aquella de la ventana con 
barras y la puerta con tranca. 

Nosotros conocemos a fondo la historia de dos matreros que siguie¬ 
ron estrictamente ese trazado. Uno fue Jacinto Diogo, nombre que nuiy 
pocos supieron darle por ser únicamente conocido por el Clinudo. Cuando 
pasó la línea que une Tacuarembó con Cerro Largo —allá por el año 
80— era mozo, alto, de constitución atlética; y una melena que le lle¬ 
gaba hasta media espalda. Llevaba tres muertes como carga, hechas 
por el centro. Al pasar al departamento nombrado hizo perder el rastro 
a la policía. Comenzó su correría por los caminos. Alguna vez llegaba 
a tal estancia, otra a tal pulpería. Fue tratado, al principio, cordialmente. 



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Pero cuando la noticia de su vida, de sus hechos, y del correteo frus¬ 
trado de la policía empezó a comentarse en los galpones, en los nego¬ 
cios, en las casas, la gente que lo trataba se dio en dudar si aquel mozo 
afable no sería el Clinudo. Al fin comenzó a intervenir la policía. Y 
el matrero reanudó su vida pasada. Los años siguieron corriendo, el 
Clinudo en ocasiones se esfumaba por largo tiempo... Y llegó el día 
que ya no se le vio más. La autoridad lo olvidó, en las medas también 
se comenzó a olvidarlo. Cierta vez un segundo comisario, joven, recién 
ingresado a la policía de Meló, salió en una comisión, enviado por el 
Jefe de Policía a la entonces villa de Artigas, hoy Río Branco. Iba el 
funcionario en un buen caballo, dispuesto a cumplir el viaje en una jor¬ 
nada. Al cruzar el Arroyo Malo por el paso, de monte crudo, sintió 
una voz: alguien lo llamaba. Sujetó y miró. De entre las ramazones 
tupidas vio salir un hombre. Le pareció viejo, enfermo. Le dijo: 

—Amigo: veo que lleva espada, debe ser autoridá. 

—Sí señor; soy segundo comisario. 

—Pues yo soy el Clinudo. Me entrego, ya no doy más... 

El segundo quedó asombrado, suspendido. Luego reaccionó. 

—¿Tiene caballo? 

—Sí señor, mi poco flaco. 

Partieron a Meló. Por la Jefatura desfiló todo el pueblo. En ella, 
tres días después, moría el mentado bandido. Ya no daba más, como 
él dijo. 

El otro, de apellido Coronel —se dijo que era pariente del famoso 
Nico— tuvo una vida de singulares relieves. Perseguido injustamente 
por un comisario, lo mató cierto atardecer en una reunión de carreras; 
también mató a uno de los guardias civiles que con éste estaban. Su 
caballo era superior y pudo escapar a los que lo persiguieron. Puso rumbo 
a la Quebrada de los Cuervos, que conocía bien. Llegó allí, soltó entre 
el monte a su montado y con el apero al hombro bajó por los contra¬ 
fuertes del inmenso e imponente corte. Y en una cueva perdida, hizo 
casa, donde vivió año y medio. La Quebrada le dio caza, agua y leña. 
A veces, de noche, trepaba la escarpa y llegaba hasta el rancho de un 
puestero, amigo suyo, quien le suministraba café, yerba, tabaco. Tam¬ 
bién a veces, siempre de noche, carneaba alguna oveja de alguna punta 
que llevaba contra la esquina de un alambrado. Se contó esta historia 
de él: el puestero, con quien se veía cada tanto, le dijo una vez que 
la gente del pago estaba viviendo asombrada por un aparecido. Casas 



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y ranchos se trancaban temprano. Tres mujeres y un muchacho vivían 
a poco más de una legua de allí. Hacía dos noches oían, espantadas, 
gritos terroríficos, carcajadas diabólicas... Coronel, en cuanto anoche¬ 
ció, llegó a la casa y comenzó a rondar. Y esa noche, ni mal empezó 
el espeluznante griterío, las mujeres sintieron un disparo. Coronel gol¬ 
peó en la puerta del rancho. Les dijo: 

—El aparecido está muerto. Era un negro bandido que, a lo pior, 
quería que ustedes se fueran para él alzarse con lo que dejaran... Ma¬ 
ñana llamen a la policía. 

Ahora se matrerea mejor en las grandes ciudades. En el campo los 
cercos se han multiplicado, los montes casi han desaparecido, en las 
estancias se guarda orden. Las policías rurales tienen teléfono; quebra¬ 
das —como la de los Cuervos— son lugares de turismo, las sierras han 
perdido sus secretos. ¿Dónde se esconde un matrero? En las grandes 
ciudades cada barrio es una selva espesa o una quebrada inviolable; 
hay mil caminos para correr en fuga. La policía tiene buenos elementos 
de movilización; pero los matreros ciudadanos también cuentan con ellos. 
Y armas iguales. Los días de estos son tan duros como los de aquellos, 
siempre con el adiós a la vida a flor de boca. Sólo una diferencia existe, 
fundamental: la aureola romántica de unos es, en los otros, halo som¬ 
brío. Un caballo al galope siempre es más de quimera que un automóvil 
en pique siniestro... Y algo más: aquel moría, pero siempre había un 
canto perdurable que vibraba en un compuesto, o en un estilo, recor¬ 
dando su vida; la de éste quedaba en algún periódico, grabada en la 
crónica policial que, en breve, se perdía para siempre. 




EL COMISARIO LINO CABRERA Y 
EL NEGRO MARCELINO MEIRELES 


El Capitán Lino Cabrera, desde que se hizo cargo de aquella Co¬ 
misaría Rural, compuso su propia ley, arbitraria casi siempre, pero llena 
de sabiduría. Y así tuvo que ser. 

—No hay un hombre igual a otro —manifestaba—, por lo tanto hay 
que manejarlos diferentemente. Lo que sirve para castigar a un cruza- 
caminos no vale para hacerlo con un peón de estancia, atmque el delito 
sea el mismo. Un mayoral de diligencia mató un turco en el corredor; 
un gaucho malevo mató otro, también en el corredor. A los dos les di 
trato distinto... 

Véase cómo procedió con el negro Marcelino Meireles. Cierta ma¬ 
ñana llegó al local de la Comisaría la viuda de Etanislao Medina, a ca¬ 
ballo, acompañada por un mulatito. 

—Señor Comisario —comenzó a hablar—, me dejaron raso el ga¬ 
llinero, tenía quince gallinas y un gallo. Yo vivo sola, cuido unas cua- 
dritas. No es que haya quedado desamparada, pero, créame, me ha dolido 
mucho lo hecho. 

—¿Sospecha de alguien, señora? 

—Cuando pasé por la pulpería de Diogo me dijeron que tenía que 
ser, sin vuelta, el negro Marcelino... 

El Capitán ordenó a tres guardias una recorrida. Tres días pasados 
supo que el negro había cruzado la línea y vendido gallo y gallinas en 
un almacén grande, de ramos generales, del lado brasileño. El Comi¬ 
sario hizo vigilar al mismo y cuando lo tuvieron a tiro le echaron mano, 
llevándolo a la policía. 

—¿Usté es Marcelino Meireles? 

Cuando el Capitán no tuteaba a alguno como al negro aquel, el clima 
era de tormenta. 

—Sí, señor Comesario. 

—En el almacén de la línea usté vendió, va para cinco días, quince 



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gallinas y un gallo. 

—Vea, señor Comesario... 

—¡No tengo nada que ver! 

El negro se encogió, murmurando luego: 

—Sí señor, vendí ese lote. 

—¿Cómo consiguió ese lote? Ustó no tiene casa, ni tierra, ni renta, 
ni oficio. 

El negro cosió la jeta. 

—Bueno —continuó Cabrera—, usté levantó gallinas y gallo del 
rancho de doña Clotilde Medina. Y usté tiene que reponer lo que robó, 
devolver a la pobre viuda lo que es de ella. Y como usté es un vago, 
yo he pensado lo que va a hacer para cumplir. Vamos al calabozo. 

Allá fueron los dos. Sobre el piso había un montón de paja brava 
y algunos restos de vellón, de esos que quedan prendidos en los alam¬ 
brados, haciendo un nidal. Sobre tal nidal dieciséis huevos de gallina. 
Cabrera guardó silencio largo rato. Con sus ojos, inquisitivos, observó 
la reacción del negro. Este miró las cuatro paredes, la imponente reja, 
el piso. Y sobre el piso, el nido. Después llevó su mirada al Capitán, 
interrogante, angustiada. 

Don Lino habló: 

—Son dieciséis huevos, tiene que empollarlos. Aquí va a quedar 
hasta que los pollos comiencen a picotear la cáscara. 

Marcelino dilató los ojos que blanquearon como platos soperos. 

—Pero, Comesario... ¿ande vido cristiano empollando giievos? 

—No tengo nada que ver ni que saber. Aquí, como le dije, va a 
pasar sus días y sus noches, sin más ración que algún jarro de agua... 
En cuanto los volátiles aparezcan, grite. Después usté lleva la pollada 
a la viuda de Medina... 

—Pero, Comesario... 

El ruido de la tranca, siniestro para el negro, cortó el diálogo. 

Y pasó la noche larga, casi infinita para Marcelino quien durmió 
en un sobresalto, cavilando si el Comisario estaba loco o no; si un cris¬ 
tiano podía empollar huevos como si hiera gallina, todo eso con el sueño 
quebrado, la sed machacándolo y el hambre picaneándolo. Hasta que 
comenzó a asombrarse para concluir aterrorizado. 

En cuanto aclaró el día y sintió el despertar del milicaje, se dio 
a gritar. Hizo Hartar al Capitán. 

Apareció éste, lo miró a través de los barrotes con ojos de aluci- 



nado, y le dijo: 

—Pero... vea Capitán: ¿ande vido cristiano empollando giievos? 

—Mire, Marcelino Meireles: yo no tengo más nada que ver sino 
que usté tiene que sacar pollos de esos dieciséis huevos, para devolverle 
quince gallinas y un gallo a la viuda de Medina. Ella no ha tenido que 
cinchar de sol a sol para que usté, vago y sinvergüenza, vaya a levantar 
lo que le ha costado tanto cuidar. 

Al anochecer el negro se dio a soltar tan tremendos alaridos que 
toda la Comisaría fue conmovida. Al fin de este drama, cuando Cabrera 
conoció que la razón de Meireles estaba a punto de estallar, lo mismo 
que su cuerpo —con el peligro de que se comiera los dieciséis huevos— 
lo hizo sacar del calabozo, y ordenó le dieran unos mates y de cenar 
después. Pasado esto, Marcelino durmió veinte horas seguidas. Cuando 
terminó este proceso, el Capitán lo hizo comparecer ante él. 

—Bueno, Marcelino, ¿qué te ha parecido todo ésto? 

El Comisario, ahora lo tuteaba; la cosa había mejorado. 

—Mire Capitán, soy un ladrón sin giielta de ojo. Compriendo que 
la rnitá lo hago por comodidá y la otra mitá porque lo llevo en la sangre. 
Descúlpeme, Capitán. 

—Vos sos un negro fuerte, duro y campero. Ya te di trabajo en 
la estancia de don Paulino Acosta. Entrarás de peón, cumplirás con tu 
deber. Y con lo que puedas ir juntando de tus sueldos irás comprando, 
hoy una gallina, mañana otra, que llevarás a la viuda. A lo mejor, por 
la mitad de la entrega ella te perdona al verte hombre de bien. En la 
Comisaría ya estás perdonado. 

El Capitán Lino Cabrera, para bien de reformar un vago puso a 
Marcelino Meireles en durísimo trance, explotando su elemental cultura 
al meterlo en un aterrador problema: empollar. Y triunfó en su empeño. 

Con los dieciséis huevos de la prueba mandó hacer una tortilla que 
él y los seis guardias de la Seccional comieron de muy buena gana. 




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EL SARGENTO 


El Alto de Achiras, el Bajo de Toledo, la Quebrada del Perdido 
y la Salamanca Grande configuraban una larga y ancha comarca fron¬ 
teriza. Era por el tiempo que cada casa cabecera de hacienda constituía 
una fortaleza; de las pulperías enrejadas; de los caminos que ahondaban 
enormes carretas con ejes chirriantes, gauchos solitarios, a veces es¬ 
cuadrones de guerra o cuadrillas de malevaje; tropas de ganados chú- 
caros... 

Esa comarca un día fue sacudida hasta sus más hondas raíces. Co¬ 
menzó a imperar en ella un hombre: el rengo Valdivia. De él no se 
sabía más nada que entró por el norte con dos compañeros, mató y robó 
a dos carreros, dándoles fuego, después, a las carretas. Así comenzó 
Valdivia un rosario de crímenes, creciendo su partida. 

Una hora antes de ponerse el sol se trancaban todas las puertas en 
todos lados y se aprestaban los trabucos y las tercerolas. Los poblado¬ 
res del pago vivían una permanente angustia ante el posible enfrenta¬ 
miento con el siniestro rengo y sus secuaces. Como una cerrazón sombría 
se fue aplastando sobre el lugar su fama empapada en sangre. 

Cierta noche fue asaltada una estancia. Al amanecer el otro día el 
sol alumbró un horrendo cuadro: cadáveres y llamas. Los que escapa¬ 
ron al salvajismo, allá estaban entre las paredes humeantes, mujeres 
y hombres de mirar extraviado, casi enloquecidos por el espanto de la 
noche que vivieron. Uno de los bandidos había quedado allí, deshecho 
por un tiro de pistola el pecho. Al reconocerlo, un negro, peón joven, 
sintió una extraña conmoción en todo su ser. Lanzó un alarido escalo¬ 
friante, cosió el cuerpo exánime a puñaladas y luego le cortó la cabeza. 
Con ella, colgando de la revuelta melena, ambulaba entre las ruinas, 
perdida la razón. 

Todo este drama llegó hasta la capital de la república. Fue cuando 
el gobierno nombró un delegado. A la jefatura del departamento llegó 
éste y con el jefe político inició conversaciones con el fin de trazar un 



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plan para terminar con aquel estado de cosas que había convertido un 
lugar del país en señorío de vándalos. Y resolvieron ir a la casa de Lu¬ 
cas Gadea, un señor feudal cuya hacienda medía muchas leguas. Allá 
llegaron con escolta sonando sables. En el patio cuadrado del caserón 
comenzaron el consejo. Don Lucas dijo: 

—No hay duda que la tierra ha caído bajo las botas del rengo Val¬ 
divia. Yo tengo mi casa reforzada de gente, y al llegar la noche tranco 
hasta los respiraderos. Pero... 

El delegado preguntó: 

—¿Qué opina, señor, sobre lo que se puede hacer? 

El hacendado se reconcentró un instante. Después dijo: 

—En todo el departamento no hay nada más que un hombre que 
puede dar cuenta del forajido; es el Sargento. 

—¿El sargento? 

Allí estaba el comisario seccional —se había hecho cargo de la co¬ 
misaría hacía tres meses—, un joven de pantalón ceñido, chaquetilla 
militar, altas botas charoladas y reluciente espada, que habló: 

—Es mi sargento, señor. 

El Sargento —así lo conocía y llamaba todo el mundo en la extensa 
zona— ingresó mozo a la policía. Había sido un cmza caminos que ve¬ 
nía de lejos, domador por aquí, trenzador por allá, tropeando o do¬ 
mando donde hacía falta. Tal vez un poco cansado de ese trajín, resolvió 
uniformarse. Era sagaz, valiente, arrojado cuando fue menester serlo, 
o prudente, duro en el camino, impávido aguantador de la intemperie, 
fino conocedor de hombres. Como base de todo eso, una gran sabiduría 
gaucha. Los comisarios que pasaron por la policía descansaron en él. 
Fue llamado a la reunión. El jefe habló: 

—Aquí estamos, sargento, tratando la cuestión del rengo Valdivia. 
Usted va a tener que entenderse con él. 

-¿Yo? 

—Sí. Pida la gente y las armas que necesite. 

Hubo, luego de esas palabras, un dilatado silencio. El mirar del 
sargento, semi velado por espesas pestañas, pasó por todos los rostros 
que allí estaban. Después dijo: 

—No viá precisar gente ni armas, coronel; viá proceder solo. 

—¿Cómo? 

—Solo. Me esperan aquí tres o cuatro días. Yo les viá presentar 
la cuadrilla tuita, mansos como borregos... 



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En la madrugada salió el Sargento sobre un moro gordo. Y ende¬ 
rezó a la Quebrada del Perdido. 

Sobre un sitio que sólo los aguarás poblaban topó con la cuadrilla. 
Hubo un breve diálogo con Valdivia, un cambio de palabras terribles. 
Al fin el bandido cayó con la cabeza deshecha por el plomo de una pis¬ 
tola. El Sargento, entre el círculo de hombres suspensos y pasmados, 
habló: 

—Aura soy yo el jefe. Vamos a llegar a la estancia de Lucas Gadca. 
Allá los trataré como merecen, dende el estanciero hasta el comisario... 

Estaba anocheciendo cuando llegaron. Al enorme patio pasó el Sar¬ 
gento y tras él ocho malevos. Gadea, el jefe, el delegado y el comisario 
contemplaron el extraño grupo desorbitados. El Sargento dijo: 

—Aquí ta la cuadrilla del rengo. El no vino porque le saqué el ánima 
por un aujero que le abrí en la frente. Allí quedó, en la Quebrada del 
Perdido, pa comida de cuervos. Vine, no pa entregar a estos hombres; 
con ellos pienso pasar la linia y hacer otra vida... si es que se puede. 
Vine pa tirarle por la jeta al coronel, que jue mi jefe, las jinetas que 
llevé con vergüenza en el correr de muchos años... 

Lió tabaco en larga chala, encendió. Entre tanto sus ojos iban de 
uno a otro, punzantes, inquisitivos. Continuó: 

—A usté, don Lucas Gadea, le limpié la estancia de malas yerbas. 
A usté, señor jefe, le barrí el departamento de bandidaje; a usté, señor 
comisario, le di descanso en la comisaría. ¿Qué pago tuve de tuito eso? 
Que don Lucas, va pa un año, me destrató en unas carreras porque di 
una sentencia contra su parejero; que el señor jefe me ha tenido en cuenta 
na más que cuando he hecho falta pa hacer una cruzada brava; y que 
el señor comisario, este mocito de bota lustrada y espada de puño flojo, 
ha cáido en cargosiar una china, que es la mía... 

Se adelantó y cruzó el rostro del comisario con un lonjazo tremendo. 
El impacto sonó como un disparo. El joven cayó sobre una silla, es¬ 
condiendo la cara entre sus manos, lanzando sordas quejas... El hom¬ 
bre siguió: 

—Hoy llegué a la Quebrada pa decirle al rengo que cambiara de 
pago y de vida. Me respondió altanero y yo jui el Sargento de siem¬ 
pre... Yo soy el sargento pa dir y venir, con el tiempo que haiga, ¿no 
es asina, don Lucas? Pero cuando llegué a su casa jue pa comer en la 
cocina, o en el galpón, mesturao con los perros, mientras el comisario 
se sentó en el comedor a tragar por lo fino. Yo soy el sargento pa cum- 



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plir órdenes, correr leguas, arriesgar el cuero, vivir lengua ajuera ¿no 
es asina, señor jefe? Pero cuando llegó la hora del reparto ni medio 
lote me tocó... ¡Los debía longiar como a este sotreta! 

Respiró hondo el Sargento, su mirar se veló, sus ojos se volvieron 
tristes. 

—¿Saben quién era el rengo Valdivia? Mi hermano. Hombres como 
ustedes lo llevaron al trillo ande cayó. Tan asquiao estaba y tan aco- 
bardao que se volvió pior que un yaguareté. Hoy tuve que matarlo... 

Súbitamente se transfiguró el Sargento. Desprendió de su cinto el 
sable, que desnudó, dejando caer la vaina. Y a saltos, como tigre, el 
plano de la acerada hoja comenzó a caer sobre las cabezas y cuerpos 
del estanciero, del jefe y del comisario. Hacía un espectáculo terrible, 
impresionante, la desatada furia de aquel hombre, enrojecidos los ojos, 
espumando la boca, rechinando los dientes. Y los servidores todos de 
la estancia, hombres y mujeres, y la misma esposa y los hijos del ha¬ 
cendado que hasta allí fueron llevados por el tremendo estrépito, al tras¬ 
poner puertas y entrar al patio se sintieron paralizados de espanto. Hasta 
que detuvo su acción el Sargento. Arrojó lejos el sable. Quedó un mo¬ 
mento trémulo. Luego una profunda calma irradió de él. Dirigiéndose 
a los de la cuadrilla habló: 

—Vamos. 

El sonar del galope de nueve caballos se fue esfumando en la se¬ 
renidad de la noche. 



LOS MELLIZOS FRAGOSO 


Tenemos documentada la vida de dos hermanos que poblaron la 
tierra el mismo día, a la misma hora, y casi al mismo minuto. Nacieron 
en el Abra de Montiel, de padres humildes, en un rancho largo. En 
la Alcaldía respectiva fueron anotados como Pascual y Prudencio. 

Habían cumplido cinco años Pascual y Prudencio cuando se dio 
la primera peripecia seria. En la cocina estaba la madre maniobrando 
trastos en tanto el padre tomaba mate. Este necesitó algo y llamó a uno 
de los mellizos, que retozaban fuera. 

—¡Prudencio! 

Entraron los dos. 

—He llamao a Prudencio, na más. 

Los niños se miraron. El hombre comenzó a rascarse la cabeza. Dijo: 

—A ver, Martiniana: ¿cuál de estos es Prudencio? Con la sombra 
de la cocina se me han perdido algo... 

La mujer se acercó. 

—Vea, Casildo: ya va pa más de una vez que se me han hecho un 
enriedo. ¿A ver? ¿Cuál de ustedes es Prudencio? 

Los niños siguieron callados. 

—¿Cuál de ustedes es Prudencio, cancjo? —gritó el padre con un 
asomo de ira en el acento. 

—Y... —la respuesta fue entre los dos— los dos. Y también sernos 
Pascuales. ¿Cuántas veces, usté, tata, y usté, mama, nos han llamao 
con los dos nombres? 

Aquí fue el caer en honda cavilación el matrimonio. Al fin el hom¬ 
bre habló un poco titubeante: 

—Y debe ser asina mesmo... Son tan iguales como las ruedas de 
im dos de oros. A ver, patrona, ¿usté les conoce alguna diferiencia? 

Ella meditó un instante. Luego habló: 

—De los dos uno tiene una verruguita cuasi pegada al umbligo. 
/■Cuando los apuntó el Alcalde usté no se fijó en ella? 



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—¡Yo qué me iba andar fijando en verruga más o menos! Y aura, 
si pa nombrarlos vamos a tener que ponerlos de umbligo al aire de por 
vez, más vale que anden a lo indio. ¡Y en los inviernos los quiero ver, 
canejo! 

—Ta bien, ta bien... Pero tampoco les vamos a colgar a cada uno 
un cencerro del cogote, de campana diferente pa diferenciarlos, que 
van a parecer más yeguas madrinas que racionales. ¡Usté como padre 
tiene que buscarle la güelta a este ñudo! 

Y allí mismo fue el primer incidente en aquel hogar. Y hubieron 
cien más que enturbiaron hasta el agua del barril. Pero vamos a decir 
quizá el penúltimo, porque los mellizos aún colean. 

Determinado día llegó a la sección policial de Abra de Montiel el 
capitán Lino Cabrera, de comisario, viviente maduro, de tendida me¬ 
lena tordilla y pera enchuzada. Hombre de férrea disciplina y gran pun¬ 
donor. Dos meses después de su llegada, los mellizos —que ya eran 
mozos— revolvieron el camoatí policial. Sus padres habían muerto y 
ellos, dueños del rancho y algunas cuadras, se habían dado a una exis¬ 
tencia disipada y jaranera. La cuestión es que un vecino, el estanciero 
Benedito Amida, llegó cierta mañana a la policía y le comunicó al ca¬ 
pitán Lino: 

—Vea, señor comisario: anoche me arrasaron el gallinero. Mar¬ 
charon hasta con im gallo gamicé que pa lo que servía era na más que 
pa cantar y compadriar. En el candombe que armaron los volátiles, sa¬ 
lieron ajuera el capataz Míguez y el pión Trifón Nieto; y como la noche 
era de lima llena vieron clarito que eran dos los del abigeo, y que uno 
era el mellizo Fragoso... 

El comisario montó a caballo y con el sargento Calderón a reta¬ 
guardia marchó al rancho del finado Fragoso. Llamó. Apareció uno 
de los mellizos. 

—¿Tas solo? 

—Sí, señor. Desde antiyer mi hermano ta mondando, cortando unos 
piques pa la estancia de Echenique. 

—¿Ande pasaste la noche vos? 

—¿Qué noche? 

—Anoche. 

—Hasta la madmgada larga tuve en la pulpería del mellaoGabito... 

Allá fue el capitán Cabrera. Comprobó lo dicho. Ese mellizo no 
pudo ser el del robo. Enderezó al monte, en el nimbo que le marcara 



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éste. De lejos sintió el golpe del hacha. Allí, con otro, estaba el mellizo 
abatiendo árboles. Del interrogatorio no pudo sacar nada. Entonces el 
comisario convocó al capataz de Arruda y al peón Nieto; y también 
a los mellizos al local policial. Enfrentó a los cuatro. 

—A ver, capataz, y vos Trifón, ahí tienen a los mellizos. ¿Cuál 
de ellos jue el del levante? 

Casi un cuarto de hora estuvieron aquellos mirando a éstos. El ca¬ 
pitán se paseaba como tigre en jaula. En una de esas se plantó frente 
a los interrogados. 

—¿Y...? ¿Pa cuándo dan la sentencia? Díganme el día y la hora 
porque tengo que amarguear, comer, hacer un parte, dormir, levantarme, 
volver a amarguear... 

El capataz tosió. Y dijo luego: 

—Vea, capitán: mañana se le pierde una alpargata; ¿usté pué decir 
si jue la derecha o la izquierda? 

—¡Nada tienen que ver mis alpargatas con lo que he preguntao! 

—Es que estos mellizos se han pasao de mellizos. ¿Cómo viá se¬ 
ñalar al que vide juyendo con una bolsa al hombro? 

—¿Pero jue uno de éstos? 

—Eso sí; jue uno de éstos. 

—Y vos, Trifón, ¿qué decís? 

—Qué jue uno de éstos. 

—Ta bien, pueden dirse. 

Y solo con los mellizos les expresó: 

—No puedo hacer balar en el cepo a los dos porque uno solo jue 
el del delito; ni a uno solo porque a lo mejor cruje el que no jue. Pero 
de aquí en delante y mientras yo sea comisario acá, uno de ustedes va 
andar de bombacha y poncho negro y el otro de bombacha y poncho 
blanco. Ande no cumplan esta orden los estaqueo. ¡Y vayansé inme¬ 
diatamente antes que me arrepienta y les encaje una soba de arriador, 
pareja, pa hacerlos más mellizos de lo que son! 

Hasta que llegó la penúltima. 

El hacendado Santín Roldán, en el cumpleaños de su hija hizo un 
gran festejo en su casa. A pesar de que llovía hacía dos días, el vecin¬ 
dario concurrió en pleno. En la sala del baile, sobre un rincón, estaba 
el capitán Lino luciendo su chaqueta abotonada hasta el cogote y su 
sonora espada. Serían las tres de la mañana cuando entró a la sala, como 
Juan por su casa, uno de los mellizos: el del poncho y botas negras. 



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Entró, levantó una cuarentona de su asiento, y se sumó a la nieda de 
la polca. Se armó un revuelo... En suma: la cosa terminó en bochinche. 
Gritos, empujones, ataques. El mellizo salió a los saltos no sin antes 
tirar un mandoble de facón que, al esquivarlo otro, pegó de plano en 
la cabeza de una vieja que dio con cuerpo y alma en tierra. Traspuso 
la puerta el hombre y saltó en su caballo, que en el palenque había de¬ 
jado. Y se hizo humo en tanto el capitán, dando unos alaridos desafo¬ 
rados, ordenó al sargento Calderón echara los caballos y los ensillara; 
y con él partió en pos del mellizo. Este, que salió encandilado con el 
licor que cargaba, pasó como flecha por su rancho en dirección al Paso 
Ancho del Arroyo de los Bagres. Pero antes de llegar a él se encontró 
con uno, que resultó ser su hermano, quien volvía del pueblo, y por 
una picada había cruzado. 

—¿Ande vas? 

—Juyendo del capitán, hice una encorpada, de fiera... 

Y ahí mismo le cayó la inspiración. Dijo: 

—Mirá, vos te quedás aquí, contra la orilla, como esperando que 
el paso baje. Yo cruzo al otro lao por la picada y me planto enfrente, 
también como esperando que el arroyo baje. En cuanto llegue el capitán 
le decís que saliste pal pueblo, a buscarme; y yo les grito del otro lao 
que llegué del pueblo... 

—¿Y por qué tuito este enriedo? 

—Porque yo metí el batuque de poncho negro... 

Efectivamente, el paso estaba crecido. No se podía cruzar, a no 
ser en bote. Por la picada sí —que era conocida sólo por ellos y por 
el contrabandista Meirelles— pues estaba poco más que a volapié. 

Ya era claro, y por cierto con magnífico tiempo, cuando apareció 
el capitán, el sargento y tres o cuatro voluntarios entre los que estaba 
el hijo de la vieja desmayada, imponente por los ajos que iba despa¬ 
rramando. Cuando Cabrera vio al mellizo, sentado sobre un tronco, 
maneado el caballo, lo atropelló. 

—¡Aura vas a pagar tuitas, forajido! 

El mellizo, impávido, púsose de pie. 

—¿Qué le pasa, capitán? 

Cabrera ya iba desnudando el sable... cuando quedó atónito: el pon¬ 
cho y las bombachas del mellizo eran blancos. 

—¿Diande has salido? 

—De casa. Iba pal pueblo a buscar a mi hermano que va tres días 



35 


pa allá salió. 

—Conque en el pueblo... 

—¿No lo ve del otro lao? Ta esperando que el paso baje... 

El capitán llevó los ojos por sobre la corriente. Y cuando vio al 
otro Fragoso, y lo vio de poncho y botas negras, sintió que la garganta 
se le anudaba. Imposible que fuera el del baile. Entonces en su cerebro, 
que era el de un hombre rígido, que se tenía por zahori de picaros, co¬ 
menzó a configurarse una tempestad. El, en el baile, había observado 
con la más exacta observación el poncho negro y la bombacha negra 
del mellizo Fragoso; y ahora lo tema allí, del otro lado del Arroyo de 
los Bagres, pasando un papel de lija a tal observación, dando en el barro 
con su autoridad y con su fama. 

Dos días después ante el Jefe Político presentó renuncia. Uno de 
los párrafos de su nota decía: “O no se almiten mellizos en el territorio 
o si se almiten que se reyune a uno de ellos. Con una oreja de menos 
la polecía no se verá metida en un berenjenal, llegao el caso”. 




EL PARTE DEL SARGENTO 
ZACARIAS CRESPO 


Allá por el año 58 —cerca de cien años ha— en un departamento 
del centro de la república había un sargento de policía cuyas mentas 
de hombre cumplidor de su deber volaron muy lejos. Uno de los epi¬ 
sodios de su extraordinaria vida, que vamos a narrar, es tan real y ver¬ 
dadero como el sol que nos alumbra, o la luna que a veces no nos 
alumbra. Dudar de él sería dudar de la historia, negarlo equivaldría 
a asesinarla. 

El Jefe de Policía del departamento en cuestión era un funcionario 
severísimo y duro; dureza y severidad escudadas en un valor de león. 
Con él, subalternos y pueblo tenían que hilar fino o de lo contrario emi¬ 
grar. 

Durante su administración y en una de las secciones rurales actuaba 
el mencionado sargento Zacarías Crespo. Viviente encorpado, fiel a 
la disciplina policial, dado a la lectura de textos heroicos. En una de 
sus idas al pueblo y estando en la casa del Juez, sobre la mesa del es¬ 
critorio de éste, mientras aguardaba una resolución, vio y comenzó a 
hojear La litada , que sobre el bufete estaba. Cuando el juez entró a 
la pieza lo halló de pie, en medio de ella, y tan sumido en la lectura 
que le fue necesario gritarle tres veces para llamar su atención. 

—¿Le agrada el libro, sargento? 

—¡Si me agradará, señor Juez! Hombres y venga a ver bailaban 
en aquellos candombes... 

—Bueno, se lo presto. 

Pocos días después hubo im asalto en una estancia. En seguida otro. 

Sucede que un paisano llegaba y humildemente solicitaba asilo por 
una noche. Y cuando amanecía, el hombre salía del galpón donde había 
descansado, atropellaba la casa, disparaba dos truenos con dos desco¬ 
munales trabucos que cargaba, alzaba lo que podía y salía muy sere¬ 
namente en medio del histérico griterío de las mujeres y del pasmo de 



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los varones. Ya su caballo estaba ensillado, y piafante —un moro de 
gran estampa—; saltaba en él y se hacía humo. Al tercer asalto el Jefe 
Político hizo presentarse al sargento Crespo. Y le ordenó buscara, pren¬ 
diera y entregara —vivo o muerto— al bandido. 

—Después de cumplir esto, y yo sé que usté va a cumplir, presén¬ 
teme el parte correspondiente. 

Si la fama del misterioso asaltante comenzaba a abrirse a los cuatro 
vientos, la del sargento ya había hecho campamento en toda la vasta 
extensión de veinte pagos. Y el bandido, una noche, ignorado entre la 
clientela, en la pulpería de Jesús Nievas, el Mocho, oyó en el comen¬ 
tario general que el sargento Zacarías había salido en pos suyo. Fue 
cuando decidió cambiar de ambiente. Lo hizo. Pero el sargento ya le 
había olfateado el rastro... 

Y el perseguido empezó a sentir el acoso tenaz, inexorable, de la 
autoridad con jinetas; resolvió marchar siempre nimbo al sur. 

Y trepó y bajó sierras, cnizó arroyos y ríos, atravesó cañadas-y 
montes, siempre nimbo al sur y siempre en sus talones la sombra del 
afamado sargento... 

Hasta que cierto mediodía llegó hasta la misma orilla del anchuroso 
Plata. Y lo contempló suspenso de su serena grandeza... 

Y ahora vamos a copiar el Parte que el Sargento Zacarías Crespo 
elevó a su jefe, copia sacada del documento oficial que a la vista tenemos. 

—Señor Jefe Político. Como Vuecencia me ordenó, el día 28 de 
noviembre salí en persecución del perdulario que asaltó la estancia de 
don Melgarejo, la de don Reyna, y la de la viuda de Achar, ande dejó 
el tendal de llorones y se alzó con dinero y priendas de los citados. 
El primer envión que pegué fue en la pulpería de Jesús Nievas por mal 
nombre el Mocho. Cuasi iba mirando el polvo que levantaba en el co¬ 
rredor el montao del bandido que como se sabe es un moro de pata 
fina y encuentro ancho. Asina seguimos por sobre una semana. El hom¬ 
bre se asentaba y se escondía en un pago, y cuando yo ya le taba pi¬ 
sando el chiripá pegaba el volido que ni perdiz. Yo cavilaba: ha de haber 
hecho vaca con Mandinga, pero yo la había hecho conmigo mesmo. 
Y me acordaba de un libro que el señor Juez don Lindoro Alonso supo 
prestarme, y que no se lo digo aura porque el nombre entodávía no 
se me ha clavao en el mate, que pinta unos sucedidos ríales y verda¬ 
deros de varones que supieron sacudirse con masculinos como ellos de 
fieros y corajudos, como también con brujos muy superiores y brujas 



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del mesmo modo, alcanzando a llevarse todo por delante, como quien 
arrea borregos, a lanza y corvo. Y sigo el parte pidiendo desculpa a 
Vuecencia por haberme salido de la senda y pasao el andarivel; pero 
fue solamente por acordarme de hombres de los que he tomao leción 
muy suficiente. Como le iba diciendo, el perdulario se me zafaba de 
entre los dedos como anguila macho. Y asina seguimos, él juyendo y 
yo errándole tarascones. Ya habíamos cruzao más de muchas leguas, 
pulpería por aquí, rancho por allá y hacienda más allá. Yo llegaba y 
él recién se había ido. Pero si el moro de él resollaba juerte mi pangaré 
bufabá alto. Y en ese juego de gata parida en el que yo cinchaba y él 
aflojaba, llegamos hasta una estancia llamada de los cinco ombuscs, 
con dueño vasco él pero muy acriollao. Llegamos sobre el mediodía 
mi pangaré y yo, espumando y lenguas ajuera. Y el vasco, llamao Ina- 
cio Iturburralde (me parece que se pone asina pues sabe vuecencia que 
vasco es arrevesao hasta pa el apelativo) me comunicó verbalmente y 
de palabra que el matrero había amargueao temprano, churrasquiao más 
tarde y que en esa hora iría en el rumbo de unos paraísos que se veían 
muy lejos. No quise saber más nada y cerré piernas a mi montao. Al¬ 
cancé a sentir el griterío del vasco diciéndome que comiera primero 
y dispués cumpliera la comisión, que las tripas deben gobernar al hom¬ 
bre y no el hombre a las tripas, y que sé yo. Pero yo ya iba tendido 
sobre el recao. Pasada una hora del mediodía según carculé por el sol, 
vide espejear adelante mío algo que pasaba de arroyo y sobrepasaba 
laguna. Un agua larga que se perdía de vista y ancha que no se veía 
el monte de la otra orilla. Y me juí arrimando al trote corto porque 
el pangaré ya aflojaba las patas. Y como me iba arrimando vide un playo 
grandote, y en la mesma linia del playo con el agua me encontré con 
el moro del bandido, desensillao, y patas arriba refregándose el lomo 
en el arenal. Y desculpe Vuecencia por lo que paso a comunicarle. El 
hombre se había hecho con un bote y cinchando muy superiormente 
a remada por resuello se iba perdiendo de vista, lagunón adentro que 
ya parecía un pato. Pero el deber es el deber. Resolví azotarme en el 
agua con mi pangaré, prendido de la cola pa aliviarle en algo, y seguir 
la raya que iba dejando el bote. Cosas más fieras habían cumplido los 
varones del libro que me prestó el señor Juez ya nombrao. Y el pangaré 
dentró medio a desgusto, pero dentró. Y se dio en braciar despacio que 
no daba pa más. Yo de vez en cuando tragaba un buche del agua aquella 
que más que agua parecía adobe pa un asao. La olada era mansa, ten- 



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dida, pero castigadora. Carculé en media hora el trabajo del pangaré 
cuando el pangaré resolvió no seguir. Y tomió las patas, quebró el cuerpo 
y enderezó de vuelta pa el playo. Yo ya había determinao seguir a nado, 
pues dispués de palmiar el montao primero, de darle tres chirlazos dis- 
pués, y soltar tres alaridos, vide que no habería poder ni juerza que 
lo hiciera volver al trillo, y que sus razones tendría pues yo mesmo 
lo había domao y sabía los puntos que calzaba. Pero me iba acordando 
mientras me desprendía la casaquilla y atravesaba el sable sobre el co¬ 
gote que el nado más grande que había hecho jue en el arroyo de los 
Bagres que no alcanzaba a una cuadra de ancho, y que había llegao 
al otro lao haciendo hipos y arcadas. Esto jue, según Vuecencia sabe, 
cuando corretiamos al pardo Simón Trujillo, que se había cortao de la 
comparsa de esquiladores que habían abigeao unas muías en la hacienda 
del brasilero don Himalaya de Rosa. Y entonces le seguí el lance al 
pangaré, hasta llegar al playo. El perdulario ya se había perdido de ojo. 
Es todo lo que tengo pa llenar el presiente parte, señor Jefe. Pero le 
pido a Vuecencia, con toda la juerza y el respeto que caben en un pe¬ 
dido del subalterno sargento de polecía, que me consiga un bote en la 
costa de la estancia del vasco susodicho, y un asistente na más que pa 
darle al remo, y yo le traigo de cuerpo presiente al ladrón, malevo y 
forajido que se me juyó. Ande él llegue yo llegaré y ande pare le echaré 
la zarpa. Esto lo juro por Dios y por la Patria. —Sargento Zacaría Crespo. 



EL TELEFONO DE LA TERCERA 


Buena Vista, menos que un pueblo y más que un rancherío, que¬ 
daba a unas tres leguas de la capital del Departamento. Habían allí dos 
comercios fuertes de ramos generales. Y la comisaría de la tercera sec¬ 
ción. Cuando el gobierno decidió que cada jefatura tuviera su red te¬ 
lefónica con todas las seccionales policiales, allí fue la primera en 
instalarse. 

Cerca de Buena Vista vivía Cirilo Retamoso, más conocido por 
el Bagre. Este hombre poseía un carro al que prendía dos caballos. Ne¬ 
gociaba yendo y viniendo, trayendo y llevando. En la ciudad contaba 
con un amigo íntimo: el Cabo. Este viviente había ingresado en la po¬ 
licía, donde llegó hasta cabo. Cuando se vio con la escuadra cosida a 
la manga se le hizo el campo orégano —como quien dice— y empezó 
a tallar por encima del sargento, luego del segundo y así que quiso re¬ 
basar al comisario éste lo dio de baja después de una soba de arreador 
que le dejó un escozor en el lomo por espacio de un mes. Llegando 
el Bagre al pueblo con él se encontraban. El Cabo lo ayudaba a repartir 
azúcar, yerba, café, rapaduras, etc., etc., que aquél traía a hurto de 
la Aduana. Luego ganaban el boliche de Maneco Viruela y caían en 
una orgía de sardinas y vino. 

Cierto amanecer de verano, a punto de partir el Bagre, el Cabo 
le dijo: 

—Decime una cosa, Bagrecito querido... (cuando el Cabo pronun¬ 
ciaba este Bagrecito querido, en esas dos palabras entraba el agrade¬ 
cimiento por las sardinas y el vino con que el Bagre lo homenajeaba 
semanalmente, y el sentimiento de una hermandad de bellacos del mismo 
calibre) cada viaje de venida tráis el carro lleno, y volvés de vacío... 

—No sé que querés que lleve pa la Buena Vista. 

—Mirá, hermano... 

Aquí el Cabo comenzó a rascarse la cabeza por lo largo y ancho. 
Luego siguió: 



42 


—Mirá Bagrecito querido: aquí hay más de cuatro gallineros muy 
suaves de manejar. Vaciamos uno a la media noche y antes que aclare 
vos ya estás con las emplumadas de aquí ima legua. No te faltarán es¬ 
tancias pa colocarlas: en la mesma Buena Vista, hermano, poderás cam¬ 
biarlas por gíienos patacones. 

En hondo silencio quedaron ambos: el Cabo meditando en lo fan¬ 
tástico de su propuesta; el Bagre como si le hubieran descubierto una 
mina de oro. Al fin éste habló: 

—Hermano: pa de aquí una semana vuelvo. Aceto el negocio. 

Seis días después arribó a la ciudad el Bagre. Sujetó el tiro frente 
a lo de Maneco Viruela, centro de su actividad. Al día siguiente, alta 
la mañana, el surtido había sido colocado y cobrado. Llegó la hora de 
abrir latas y destapar damajuanas. Al anochecer ambos estaban en el 
paraíso... Y a media noche, el Cabo, con un sentido de la disciplina 
más agudizado que el del Bagre, sentóse de golpe sobre los cueros donde 
dormía. Y llamó a su camarada. 

—Bagre, dejá la roncadera y vamos que ya tengo un gallinero mer- 

cao. 

Doblando calles llegaron a un cerco. Paró el carro, el Cabo voleó 
una pierna... y casi en seguida empezó a entregar las gallinas, de dos 
en dos, al Bagre. Como por arte de magia —en realidad el Cabo era 
un mago en esto de levantar gallineros— quedó el del gallego Ron vacío. 

Una semana después la fiesta en lo de Viruela fue sonada; lo bri¬ 
llante del negocio hecho deslumbró a Bagre y Cabo. Y así fueron pa¬ 
sando los días en tanto algunos gallineros de la ciudad fueron quedando 
desiertos. Hubo una seria alarma allí, sobre todo entre los propietarios 
de catalanas, bataraces, etc. El grito que se levantó llegó hasta la Je¬ 
fatura... hasta que alguien en la policía de la primera, alguien zahori 
en estas peladuras —de gallineros o de lo que fuera— dio con la clave 
del asunto. Por eso, cierta mañana que a la policía llegó lengua afuera 
el portugués Martins, hombre rico, denunciando que había amanecido 
su casa con el gallinero limpio, el tal zahori le pidió que si le era posible 
diera la lista completa de las aves rapiñadas. El portugués la dio, con 
amplios detalles. El empleado fue a la Jefatura, le dio manubrio al te¬ 
léfono. 

—¿Habla el comisario de la tercera? 

—Sí señor, a la orden. 

—Va a pasar por ahí el Bagre manejando el carro. Deténgalo. 



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Y le dio la lista de lo que había alzado, junto al Cabo, de lo del 
portugués. 

Bien. El Bagre había dejado la ciudad oscuro aún. Sobre las ocho, 
más o menos, iba sobre el camino frente a la comisaría. El comisario 
y el sargento Quiroga le dieron voz de alto. El Bagre acató serenamente; 
no sabía lo que le esperaba. 

—Bajate, Bagre. En el carro traés ocho galinas bataraces, once ca¬ 
talanas, un gallo blanco grandote, un cenizo casi pollo, y un gamicé 
que, según su dueño, es más compadre que pucho de negro, todo abi- 
geao por vos y el Cabo, tu compinche. 

Pálido quedó el Bagre, primero, lívido después. La lista era exacta. 
Pensó que nadie lo había pasado en el camino, el Cabo había quedado 
en el pueblo. Hecho estatua permaneció un momento. ¿Sería brujería 
aquello o estaría soñando? 

—Bueno, bueno, marchá pa adentro —dijo el comisario— mientras 
hacemos el recuento del bicherío. 

Entró al local el Bagre y cayó sobre un banquito, abismado. Cuando 
entraron el comisario y el sargento dijo, muy respetuosamente, ponién¬ 
dose de pie: 

—Señor comisario: ta bien, he robao tuito lo que usté ha dicho sin 
más y sin menos. Pero dígame una cosa: ¿cómo y por ande le llegó 
la noticia del levante del gallinero y los pelos y señas de las ponedoras 
y demás? 

El comisario lo miró un instante. Después dijo: 

—La noticia me llegó por allí, por ese aparato. 

Y le señaló el teléfono. 

—Vea, comisario, no jaranée conmigo que bastante tengo con la 
cuenta que he hecho. 

—Ah, ¿no querés creer? Vamos a ver, pues. 

Llamó a la Jefatura. Cuando le contestaron habló: 

—¿No anda por ahí el Cabo? 

—Ya está entre las rejas. 

—Hágalo ir al teléfono y que le hable a su aparcero, que aquí lo 
tengo. 

Y cuando le dijeron que el Cabo estaba frente al teléfono, el co¬ 
misario le dijo al Bagre: 

—Pónete frente a esa boca y juntá en la oreja este canuto. 

Y él mismo lo ayudó a colocar sobre el oído el auricular. Y gritó: 



44 


—¡Hablá, Cabo, que te va contestar tu amigazo el Bagre! 

El Bagre al sentir las primeras palabras del Cabo se sintió impre¬ 
sionado, mas no convencido; pero al oír este clamor: —¡Bagrecito que¬ 
rido, pagamos vale, Bagrecito querido, aquí me tenés en las guascas 
por lo del portugués, que Mandinga se ocupe de él es lo que le pido 
a nuestro señor! ¡Se nos acabaron las sardinas, Bagrecito querido, y 
aquel cartón colorao y espeso como sangre de toro!... ahí fue que una 
profunda emoción dio con su alma en tierra. Y no tuvo otra salida que 
desmayarse. 


* * * 

Cuando el Bagre fue puesto en libertad vendió carro, caballos y 
rancho. Y ganó el monte. Pasado un tiempo lo encontró el comisario 
de la tercera, que andaba de recorrida. 

—Bagre, ¿qué te ha dao por vivir a lo capincho? 

—Mire, comisario: aquí viá seguir viviendo hasta que entriegue 
la rosca. Pesco, cazo a cimbra algún volátil, voy tirando. Pero dir otra 
vez ande me crié... Vea, señor comisario: de solo ver un poste y un 
alambre, sea cerco de estancia o el chismoso de la polecía, me dentra 
un mareo que me deja tieso por horas. Del monte no salgo más, señor 
comesario. 



SHERLOCK HOLMES CRIOLLO 


Tormentoso fue aquel amanecer de diciembre en la estancia del co¬ 
mandante Figueredo. Dicho comandante, muy madrugador, salió de 
su pieza y pasó a la del lavatorio. Cuando volvió para vestirse notó 
que en su mesa de luz faltaba algo: nada menos que un arma que había 
pertenecido a su bisabuelo la cual, de generación en generacón, había 
llegado a él. Era de cargar por la boca. Disparaba merced a un gatillo 
que chocaba con un pedernal cuya chispa encendía la pólvora del oído 
que comunicaba con la del caño produciendo luego un estruendo se¬ 
mejante a un trueno. La boca del instrumento mortífero vomitaba un 
relámpago al que seguía una densa humareda que al despejarse dejaba 
ver el resultado —trágico a veces— del cataclismo. Esta pistola llevaba 
grabada en la culata un nombre: yarará, en el que se enroscaba una 
víbora de imponentes colmillos. 

Figueredo sentía un amor y un respeto fantástico por ella. Decía: 
En el gatillo y en la boca de esa pistola está la historia de tuita mi fa¬ 
milia, historia como pa ser escrebida por facultativos y cantada por pa¬ 
yadores. Estaba permanentemente sobre la mesa de luz del hacendado. 

Pues bien: el comandante entró de nuevo en su dormitorio —como 
dijimos—; la pistola había desaparecido. Había dormido al lado de ella. 
Cuando volvió del lavatorio no estaba allí. A su mujer, que aún ron¬ 
caba, le gritó: 

—¡Atanasilda, la yarará se ha hecho penche y mesa limpia!; y jue 
en este mesmo momento que yo salí, me remojé y volví! 

—¡No puede ser! —gritó ella sentándose en el lecho con los ojos 
como bochones—; ¡debe haberse caído! 

Pusieron la pieza patas arriba. La pistola no apareció. Aquí fue 
cuando el comandante comenzó a vociferar. Armó un concierto tan so¬ 
noro que no pasaron cinco minutos que todos los hombres y mujeres 
de la estancia estuvieran junto a la ventana de la habitación del hacen¬ 
dado, que daba al campo, irnos, y a la puerta que comunicaba con tal 



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pieza, otros. Se abrió luego como un milagroso abanico, sobre patios 
y galpones, el comentario; después se hizo un silencio impresionante. 
En medio de ese silencio salió al campo, lívido, el comandante, cubierto 
sólo con camiseta y calzoncillo, pues el conmovedor problema hizo que 
olvidara las otras prendas de vestir. Miró a los cuatro vientos en tanto 
algunas mulatas y negras tapábanse los ojos entre pudibundas y albo¬ 
rotadas. Al fin el hombre habló: 

—A ver, capataz, vaya usté mismo a la comisaría, dígale al capitán 
Cardozo lo que pasa, y tráigalo. 

Este capitán era señor de grandes mentas. Cuatrereada o contra¬ 
bando que alteró el pago, por él fue descubierto en forma asombrosa. 
No había zorro más zorro que él. 

Llegó a la estancia. Figueredo lo recibió: 

—Giien día, capitán. Desculpe que lo haya hecho galopiar tan de 
mañana. Pero vea... 

Y lo puso al corriente sobre el caso. Sentóse el comisario en un 
ancho sillón de la sala, pidió que le cebaran mate. Y mientras chupaba 
la bombilla se dio en mirar y preguntar y meditar. Luego almorzó, pi¬ 
dió licencia para echar una pequeña siesta, volvió a pedir mate... Y 
así pasó amargueando, desayunando, almorzando, sesteando y cenando 
tres días. Al cuarto, de mañana, frente a Figueredo, le dijo: 

—Nunca me topé con asunto tan fruncido como éste. He pregun- 
tao, y mirao hasta la mesma entraña de mitos; he hecho revisar hasta 
el rincón más escondido, y nada... 

Y en ese son continuó hasta que pasó cerca de ellos el mulato Cirilo 
Piñeiro. Se detuvo y les habló de esta manera: 

—Con la venia correspondiente y pidiéndoles desculpas por la baza 
que meto sin estar jugando les viá hacer una pregunta: ¿Quieren que 
les descubra ande paró el vólido de la yarará? 

Figueredo y Cardozo lo observaron im instante. El comisario dijo: 

—¿Vos? No te veo uñas pa guitarrero. 

—Pero pué ser que las tenga pa tamborero, capitán —respondió 
el mulato— y si quiere aura mesmo le digo. 

—Mirá —terció el estanciero—, creo que escucharte va ser como 
buscarle pelos a una tortuga; pero como cosas piores se han visto te 
digo: si me descubrís ande jue la yarará te doy lo que me pidas pues 
me descubrirás algo que pa mi vale más que la estancia con mito lo 
que ta adentro y ajuera. 



47 


—Pues vamos pa la sala —expresó Cirilo—, ande nos sentaremos 
y ande le diré al capitán cómo se le sigue el tiento a un lazo, anquá 
conozco lo alarife que es pa estas cosas. 

Y allá fueron donde el mulato comenzó a cebar mate y a participar 
de él. 

—Vea, capitán —comenzó—, la pistola se hizo humo en el mesuro 
momento que el patrón jue a lavarse, asegún lo dicho por él, cosa que 
no hay que dudar, una: porque la cela y cuida más que a su mesma 
mujer y, otra: porque el bochinche que armó al no verla jue de tan alto 
calibre que ni usté ni naide poderían dudar que decía verdá. Y esa pis¬ 
tola y cualisquer otra cosa, a no ser pájaro o palo de fogón, no cuentan 
con el aire pa dirse y perderse. Asina es que la pistola no se jue por 
ese lao. Antonce ¿quién la alzó? Ahí es cuando tiene que agarrar la 
punta del tiento, capitán. 

Tomó su mate correspondiente el mulato mientras sus ojos chis¬ 
peantes iban de Figueredo al comisario. Luego siguió: 

—Antonce el que levantó la yarará tuvo que ser cristiano viviente 
por ande lo busquen. Ese cristiano no pudo ¿entrar por la puerta; el 
patrón lo hubiera visto. ¿Por ande dentró? Por la ventana que da al dor¬ 
mitorio del patrón que, por ser verano, no la dejaba cerrada del tuito. 
Y acá ya tenemos medio tiento agarrao. Si jue por la ventana tuvo que 
dejar alguna güeya. Yo la busqué. Aquello ta muy batido porque cuando 
la tremolina que levantó el patrón allí se amontonó la peonada. Las mar¬ 
cas que dejaron van y vienen a im mesmo rumbo: del galpón pal galpón. 
Pero hay una que va pal campo, capitán, y esa es la que tai vez nos 
lleve hasta la pistola y que usté, como mentao perdiguero, debió pro¬ 
curarla y seguirla. Esa güeya ta bien debujada en el sendero arenoso 
que rodea la casa: marcas de patas machazas; la izquierda tiene, entre 
el dedo grande y el otro, una abertura de más de un geme: pata de do¬ 
mador, capitán... Pero díganme una cosa: ¿por qué no vamo a verla 
y seguirla? 

Figueredo estaba suspendido de las palabras del mulato. Gritó: 

—¡Vamos! 

Salieron y se detuvieron frente a la ventana del dormitorio del es¬ 
tanciero. 

—Miren —habló Cirilo—, esa es la güeya. Usté debió buscarla, 
capitán, y dispués hacer pasar de a uno en fondo tuito el machaje de 
la estancia, ponerlo patas al aire... Güeno, esa güeya sigue y se pierde 



48 


en el pasto; pero en el pasto no iba a terminar. Yo la vide resucitar 
frente al galpón. Y en ese galpón... 

Aquí se sumió en un silencio profundo el mulato, silencio que hizo 
latir ñierte los corazones de Figueredo y Cardozo: aquél por el apego 
sin límites que sentía por la pistola; éste por sentirse herido en su amor 
propio y encelado ante una ciencia al parecer superior a la suya. 

—¡Seguí! —explotó el estanciero. 

—Poco tengo que seguir, patrón. ¿Sabe de quién es esa güeya? 

—¿Cómo querés que sepa? 

—Es mía, patrón. 

—Entonces... 

—Antonces la yarará jue levantada por yo. Mucho amanecer pas- 
torié en la ventana, hasta que en uno sentí clarito a usté salir del cuarto 
y roncar a la patrona. Empujé la hoja, salté a lo gato pa dentro y pa 
juera. Tomé la pistola, patrón. 

Colgada de la cintura y muy bien tapada por la bombacha estaba 
la yarará. El capitán vociferó ásperamente: 

—¡Date preso, bandido! 

Pero el comandante, luego de abrazarse con el arma y besarla, dijo: 

—Espere un poco, capitán. 

Y dirigiéndose al mulato: 

—¿Por qué la robaste? 

—Pensando que usté iba a ofrecer tuito lo que ofreció. Pero yo no 
le pido nada más que el puesto de la costa, que se lo vengo pidiendo 
va pa dos años. Póngame de puestero allá, patrón, y creo que la estancia 
no tendrá tanta merma de ganao como tiene. Vea que entre el puestero 
Mujica y los compinches que tiene pasan mucho animal pal otro lao 
de la linia... 

Pensativo permaneció un instante el hacendado. Y habló después: 

—Usté, capitán Cardozo, puede dirse, pero sin el pión Cirilo que 
ha hecho la gauchada de descubrir lo que usté no pudo, con tuitas sus 
mentas, y la de decirme quién es Mujica. Mañana mesmo te hacés cargo 
del puesto, Cirilo. 



EL RAPTO 


El asunto cada vez se ponía más tenso. Nicanor se arrimaba al trote, 
a una cuadra de la casa emitía un silbido, la niña asomaba, él sujetaba, 
se apeaba y ahí nomás empezaban un diálogo tejido, puerta afuera, pues 
el padre de ella había prohibido que el mozo pisara el umbral de la en¬ 
trada. Esto se daba cada tres días. Murmuraba el mozo, la niña sufría 
y el padre bufaba. 

—Vea, m’hija —le manifestó últimamente—, no puede ser que siga 
esa relación, se lo digo por las güeñas. Trate de cortarla, no haga por¬ 
que la corte yo que a lo pior la corto a cuchillo. Ese hombre es un per¬ 
dulario. 

—¡No es un perdulario, tatita, ta muy equivocao, tatita! 

—Ese hombre ha hecho querencia en dos o tres pulperías ande vive 
de timba corrida y de chupandina más corrida entodavía. 

—¡No es verdá eso, tatita! Va a la pulpería como van doscientos, 
la carpeta que gasta es en algún truco inocente y las copas que levanta 
no pasan de tres. ¡Ah, tatita, y cómo le han llenao el mate de chamuchina! 

La cosa se agudizó una tarde que don Maneco Pimentel —padre 
de la niña citada— volvía del campo. Los vio pegados a la puerta, tren¬ 
zados los veinte dedos. Como el hacendado traía una carga regular de 
ginebra —que con bitter había mezclado en la pulpería de Rastrilló¬ 
la ira le estalló allí mismo. Se tiró del montado y en tres saltos estuvo 
frente al par. Se dirigió a Nicanor: 

—Vea, don: ya le he hecho decir, va pa dos o tres veces, que no 
me pisara más mi casa. Aura se lo digo yo mesmo. ¿Mando o no mando 
yo aquí? ¿Quién es usté pa subirse sobre mi mando? 

El mozo dio un paso atrás. Con voz grave repuso: 

—Ta bien, don Maneco, no vendré más, usté manda aquí. Pero 
yo talvés mande en otro lao y en ese otro lao talvés me manden a mí. 
Asina es que, veremos... 

—¡No tenés nada que ver, alacrán rabón! —alzó la voz Pimentel, 



50 

ya caído en la cólera del todo. 

Nicanor lo miró muy serenamente. Dijo: 

—¿Rabón? Algún día pué que sienta la cola... Adiosito, Julieta. 

Y un amanecer la negra Ciriaca Rojas, encargada de llevar todos 
los días el desayuno a Julieta, se presentó ante don Maneco, blancos 
los ojos. 

—Don Maneco, la niña no ta en el cuarto ni en nengún lao. 

—¿Cómo, como? 

—En nengún lao. Tié que haber juido. 

Don Maneco, que ya tenía ensillado su flete de trabajo, sin decir 
esta boca es mía estuvo en lo alto del recado y no pasaron tres segundos 
que iba como alma que lleva el diablo rumbo a la portera de salida. 
Al poco rato llegó a la comisaría en procura del mayor Miranda —co¬ 
misario del pago—, y juntos salieron de ella, desalados. 

Este Miranda era de la amistad de Pimentel. Tenía un hijo estu¬ 
diando en el pueblo, y ya le había echado el ojo a Julieta —y a lo que 
heredaría Julieta— para él. Cuando el hacendado le comunicó que su 
hija a esa hora iba galopando, quizá, en ancas de Nicanor, se le erizó 
la pera y se le enchuzó el bigote. 

—Han de dir por la senda de la sierra... —habló. 

Y allá enderezaron ambos tragando aire y clavando espuelas. 

Ya iba más de una hora corrida. El sol requemaba, espumaba la 

boca de los caballos y el rostro de los jinetes relampagueaba de sudor. 
Al doblar bruscamente una curva del camino Miranda se alzó sobre 
los estribos. 

—¡Allá van! —gritó señalando un bayo elástico y sobre él dos vi¬ 
vientes. 

—¡Son ellos mesmos —tronó don Maneco—; aura vas a pagar tu 
cuenta, perdulario! 

—¡Le pido la bolada, don Maneco, el mojinete se lo barro yo! 

Y ahí mismo fue el estirarse sus montados respondiendo a las fe¬ 
roces puntas de las nazarenas. Ya estaban a cien pasos de los que ade¬ 
lante iban cuando los alaridos de don Maneco y del mayor Miranda 
sacudían los ámbitos de la sierra, rebotando sobre sus gigantescas pie¬ 
dras. La carrera se hizo dramática. 

—¡Sujetá sotreta! —bramaba Pimentel—. ¡Te viá cantar las cuarenta! 

—¡Parate y date preso, forajido —vociferaba el mayor—, esta no¬ 
che vas a dormir en el estaquiadero! 



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El caballo de los que huían, de golpe clavó las patas. Trémulos 
y desorbitados, estanciero y autoridad les hicieron ronda. El mayor co¬ 
menzó soltar denuestos contra Nicanor llevando a veces su diestra a 
la empuñadura del sable. Entonces se escuchó, vibrante y aguda, la voz 
de Julieta: 

—¡Cállese, Mandinga, chivo de pera carcomida! ¿Qué se le ofrece 
con tanto candombe y tanto ruido? 

—¡Cómo qué se me ofrece! ¡Prender a ese bandido! 

—¿Por qué? 

—Porque va juyendo con vos dispués de haberte pelado de tu casa, 
¡canejo! 

—¿Pelado? Vea, pedazo de buey cometa, que yo voy en caballo 
mío, marca de mi tata, llevando a Nicanor en ancas. ¡Soy yo la que 
lo he pelado a él! 

Recién Pimentel y Miranda vieron la situación real, que no habían 
analizado a fondo en medio del estrépito del acoso. Boca abierta com¬ 
probaron la verdad de lo dicho por Julieta. Quedaron mudos un instante, 
de moco caído como pavos rastrojeros, valga el decir vulgar. Y Julieta 
siguió: 

—¿Ta viendo, carcamán acliivao, ta viendo, tatita? Es a mí que 
me tiene que prender y estaquiar la autoridá; yo soy la que he robao 
a este hombre, soy yo la que voy juyendo con él. 

El mayor comprendió que con aquella maniobra —que la juzgó sa¬ 
tánica— el bien se le escapaba: la parentela futura con don Maneco, 
el campo, el caserío... Y decidió jugar su última carta. Clavó espuelas, 
paró de manos a su montado en un alarde de jinete, y gritó: 

—¡Aquí no hay más perro que el chocolate! ¡Y basta de preludios! 

Sentó el moro haciéndole cnijir la boca de un sofrenazo, boleó la 
pierna y cuando puso pies en tierra peló el sable que salió de la vaina 
con un chirrido siniestro. Y atropelló rectamente a Nicanor. 

—¡Bajate gavilán sin pico si no querés que yo te baje de un plan- 
chazo! ¡Y bajate sin mermurar ni... 

No pudo terminar el requerimiento. El mozo cayó junto a él facón 
en mano y de un revés le hizo volar el quepis como a veinte pasos. 
Y desató, a segundo seguido, una tempestad de mandobles, fintas, ama¬ 
gues, puntazos y hachazos que el mayor, en el mismo centro de ella, 
no sabía cómo hurtar el cuero. Quebrábase, se encogía, estiraba, bo¬ 
taba y caracoleaba. 



52 


—¡No lo matés! —gritó en una de esas Julieta. 

Nicanor cortó la tormenta. Sonriendo, exclamó: 

—Mirá, Julieta: nunca maté borregos sarnosos... 

Y al mayor, en tanto envainaba el facón: 

—Mayor, levante su bonete, envaine el corvo, monte y vaya a la 
comisaría a que le peguen los botones que le saltaron de la chaquetilla. 

El mayor, en lamentable estado, con tres o cuatro chichones que 
se le iban precisando nítidamente en la cabeza —allí donde el lomo del 
facón de Nicanor había tocado— se dirigió a don Maneco que desde 
lo alto de su caballo, suspendido y espantado, había contemplado aque¬ 
lla extraordinaria esgrima: 

—¿Qué le parece, don Maneco? 

Y don Maneco respondió: 

—Me parece, mayor, muy giien consejo el que le ha dao este hom¬ 
bre. Vaya, dése un baño de salmuera, haga una siesta larga pa sose¬ 
garse, y corte este asunto. Yo me llevo este mozo pa la estancia, creo 
que es muy suficiente pa capacitármela... 



EL PIRU FLEITAS Y LA LIBERTAD 


En el negocio de Solano el alboroto era grande. El gobierno había 
ordenado la leva. En aquella zona correspondió hacerla a un sargento 
de caballería que con tres soldados iba cumpliendo su misión de estan¬ 
cia en estancia, de rancho en rancho y de pulpería en pulpería. Era, 
el sargento, im indio grandote, ceñudo. Después de cumplir diez años 
había seguido su vida merodeando en el cuartel del pueblo, haciendo 
tal o cual changa a los oficiales, comiendo del rancho. Al cumplir die¬ 
cisiete sentó plaza. Entre diana y oración, voces de mando y guardias 
formó su personalidad. Saltó a cabo y de allí a sargento. Era duro, dis¬ 
ciplinado, rígido. Y de la total confianza de sus jefes. 

Solano hablaba: 

—Antiyer tuvieron aquí dos piones de don Lemos. Iban juyendo. 
Dijeron que en la estancia alzaron cuatro hombres y dos gurises pal 
enganche. No hubo tu tía. Don Lemos pidió, las mujeres de dos de ellos 
lloraron y uno se retobó. Marcharon tuitos y al del retobo el sargento 
le dio una tunda de sable que lo dejó más ladeao que una tapera. 

—Va a ser cosa de dir aprontando caballo y pasar la finia —dijo 
uno de los parroquianos—, no nací pa güey. 

Y el comentario se estiró y siguió estirándose hasta que un paisano 
que había salido al campo entró al negocio como gato que le pisan la 
cola, lívido, tartamudeando: 

—¡Ahi ta la leva! 

Y ya se sintió el golpear de cascos contra el camino y el inconfun¬ 
dible sonar de los sables. Tan inesperado fue aquello que un pardo quedó 
con el brazo tieso a mitad de camino, el vaso entre mesa y boca. Se 
encuadró en la puerta el sargento. Luego entró y tras él los tres milicos 
de escolta. 

—Giien día señores todos. 

Se oyó en respuesta un güen día general velado, temeroso. 

—El gobierno ha ordenao la leva y aquí toy yo haciéndola. Así es 



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que todo lo que sea vago o ande en el bandidaje lo viá levantar aura 
mesmo. Y les viá prevenir una cosa: al que se altere yo lo desaltero 
en dos tiempos. 

Sentóse junto a una mesa, pidió cuatro ginebras grandes, abrió un 
cuaderno, echó mano a un lápiz. 

—¡A ver, vos! 

Sus ojos se clavaron en un negrito que contra el mostrador estaba. 

—Arrimate. ¿Cuál es tu oficio o trabajo? 

Acercóse vacilando el negrito. 

—Yo, señor, trabajo de changa en las estancias. Pué aviriguar... 

—¡No tengo nada que averiguar! ¿Estás changando aquí en la pul¬ 
pería recostao al frasco? ¡Tas enganchao, decime tu nombre! 

Y así comenzó su serie el sargento. Ya llevaba tres anotados cuando 
le tocó el turno al mulato Fleitas, a quien le decían el Piró. 

—¡A ver, vos! 

—¿Es conmigo la cosa? —dijo el Piró. 

—¿No ves que te toy mirando y señalando? 

—Ta bien, ta bien. ¿Qué quiere conmigo? 

—Me parece que a vos te viá levantar más alto que a estos otros. 
¡Arrimate, pues! 

Con tardos pasos Fleitas se enfrentó al sargento. 

—¿De qué y ande trabajás vos? 

—Trabajo ande y en lo que se cuadre. 

—Así es que si se cuadra cuatreriar allá tas vos... 

—Cuatreriar no es trabajo legal, sargento. 

—¿Y qué es, tonces? 

—No le conozco el nombre. Sé que pa mí es a veces más espinoso 
que trabajar por lo derecho. Pué ser un despunte de la ñecesidá. 

El sargento observó im instante al mulato. Le pareció de lengua 
muy sobada, cosa que repudiaba. 

—¿Así es que trabajás ande cuadre? Güeno, aura vas a trabajar en 
el cuartel. Tas enganchao. ¿Cómo es tu nombre? 

El Piru se irguió, sus ojos fulguraron. 

-¿El qué? 

—¡Cómo es tu nombre, he dicho! 

—Vea, sargento: usté va a marchar conmigo, pero dijunto. Y no 
sé si de dijunto poderé colgarme una lata. Yo vivo en el rancherío de 
Las Mulitas, ande tengo una china que lava pa tres estancias, y cuatro 



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gurises. Entre ella y yo los mantenemos y crea que los mantenemos 
gordos. Y enseñándoles a cinchar. Uno le carga la ropa a la mama, 
otro acarrea leña y agua pal rancho, el de más acá se encarga del ca¬ 
ballo que tengo y de seis galünas y un gallo que criamos, y el último 
entodavía mama. Y aura viene usté y sin aviriguar más nada me en¬ 
gancha, toca conmigo, la china queda sin amparo y a los gurises que 
los cuide mandinga... 

Se hizo un silencio angustioso en la pulpería. El mulato siguió luego: 

—Le viá decir una cosa, sargento. Tuve un tío bisagüelo que nos 
contaba que el viejo Artigas levantó el poncho un día y rumbió pal otro 
lao de la frontera. No quería aguantar coyundas duras. Y el pueblo, 
tuito el pueblo, mujeres y hombres, viejos y gurises, indios, negros 
y rubios le hicieron la retaguardia. Cuando pasó la linia la pasó con 
tuito ese pueblo que, como él, no quería que le pusiesen yugo. Y aura 
usté anda, bien comido y bien armao, enyugando gente, tratándonos 
como a güeyes. Me mandara a mí el gobierno que juera a hacer esa 
changa y la cara se me estiraba de vergüenza. Porque esa changa es 
pior que cuatreriar, timbiar o mamarse a tuita hora. Usté, y desculpe 
sargento, no ha de tener mujer ni hijos, y creo que hasta ni conoció 
mama. Un hombre grandote y bien plantao como usté se ha rebajao 
pa cumplir tarea tan oscura como la que anda cumpliendo. Ese pobre 
negrito que usté anotó en ese cuaderno va dejar su mama llorando y 
en su rancho tristeza; esos dos mozos que ahí tan, asustaos como cris¬ 
tianos que se enfrentan a un ánima en pena, también dejarán atrás de 
ellos alguna lágrima y a ellos también se les caerá alguna. Pero lo pior 
no es eso; lo pior es que tuito eso va contra la voluntá de ellos. Por 
eso le digo, sargento: a mí me va a llevar, pero estirao y duro, atra- 
vesao en el lomo de algún matungo. Y dispués que llegue a su cuartel 
dígale a sus jefes que el dijunto que lleva es uno que supo ser hombre: 
hombre por el cariño que le tuvo a su china, a sus hijos y a su libertá 
que usté quiso pisotiar y que por ser más grande y más empinada que 
usté con tuito su gobierno él prefirió morir a perderla. 

Calló el Pirú. Se oyó clarito el zumbar del mosquerío y el resuello 
de los que allí estaban. El sargento, a medida que el discurso de Fleitas 
tomaba vuelo, había ido humillando su cabeza. Quedó un instante do¬ 
blado sobre la mesa. Luego se enderezó. Miró fijamente al Pirú y le dijo: 

—Mire, amigo: en mi camino es usté el primer viviente que me 
habló claro y sin miedo. En el cuartel los oficiales gritan juerte y en- 



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tonao; pero es pa dar órdenes; usté me ha hablao mas juerte que ellos... 
pero ha sido pa sacarme de la cueva que estoy metido dende gurí. 

Y dirigiéndose a los soldados: 

—Concluyan esas ginebras, monten y güclvan al cuartel. Y noti¬ 
fiquen al jefe que he resertao. 

—Y nosotros desertamos con usté —respondieron ellos. 

Cinco minutos después sargento y escolta se esfumaron en la pri¬ 
mera curva del camino... 

Entonces el pulpero Solano, dirigiéndose al Pirú, le dijo: 

—Pero che, Pirú, no hay por ande agarrarte. Vos no tenés china, 
ni gurises, ni... 

—¡Pero tengo mi libertá por la que me jugué entero al sargento; 
y con ella mañana, o cuando sea, podré agenciarme mujer y no digo 
cuatro: cuarenta hijos. 



RENUNCIA DEL COMISARIO PORTELA 
Y DEL CABO LAPUENTE 


Hacía tres días —de claro en claro y de oscuro en oscuro— que 
el capitán Quintín Pórtela —comisario de la frontera— acompañado por 
el cabo Donato Lapuente —a quien le decían Escofina por lo áspero 
que era— andaban tras el rastro de Luis Junco, mozo que vivía Ibera 
de la ley. 

Tanto el capitán como el cabo eran zahoris de picadas y montes, 
de sierras y cortadas. Había habido un choque entre la policía y una 
cuadrilla. Esta fue deshecha: dos marcharon al hoyo y cinco a las guas¬ 
cas. Pero Junco se les había hecho humo. 

Pórtela estableció un cerco sobre la línea, y él con su subalterno 
se dieron al trabajo de más pena y riesgo: revisar el espeso monte del 
Palmar. 

El capitán mantenía un odio especial por el citado Junco pues ya 
iban cuatro veces que le había hurtado el cuerpo y, lo que es peor, 
que en la primera le había rebajado una oreja con un plomo. Su auto¬ 
ridad y su prestigio tenían ese único lunar; a él solo le correspondía 
sacarlo... 

Y como a las tres de la madrugada, mientras pasaban un abra. Pór¬ 
tela se detuvo bruscamente. Había oído el rítmico masticar de un ca¬ 
ballo. A lo yaguareté buscó las ramazones y avanzó en la sombra, más 
guiándose por el oído que por los ojos. Hasta que levantó un maneador; 
en la punta de él estaba el caballo del que huía. Cerca, hecho una pelota 
sobre su apero y bajo su poncho, dormía profundamente Luis Junco. 
Cayeron sobre él, lo maniataron. 

—Junco —habló Pórtela— vas a declararme algo. Dispués pienso 
degollarte. 

Junco, aplastado por el peso del sueño y de su tragedia, respondió: 

—Hace tres días que no descanso juyendo. ¡Degüéyeme o déjeme 
dormir, no estoy pa declaraciones, capitán! 



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Cayó pama arriba y siguió roncando. 

—Andá tráir los caballos —ordenó el comisario al cabo. 

Al rato apareció Escofina con dos caballos de tiro. 

—Hacé juego —dijo el capitán. 

En tanto el indio juntaba unas ramas secas. Pórtela bajó una maleta 
y una calderita que a los tientos llevaba. Poco después ambos tomaban 
mate. 

Hasta que empezó a filtrarse en el monte la luz del sol que nacía. 
En cuanto pudieron verse las caras se allegaron al arroyo a remojarlas. 
Luego Pórtela sacudió a Junco hasta despertarlo. El mozo abrió los ojos 
y los pasó por monte y hombres como si del cielo hubiera caído. 

—Gíieno —habló el capitán, que era parco en palabras, un ser ex¬ 
traño, solitario, duro e insociable—, ya haberás descansado bien. De¬ 
clarante unas preguntas que te viá hacer, sin nenguna gambeta; dispués 
te viá cortar la correría, bandido. 

Junco se enderezó sobre sus pilchas, quedó sentado. Dijo: 

—Mire, capitán; no sé lo que van a valer mis declaraciones si me 
va a despenar encima de ellas... 

—¡Mirá cascarriento, no le pongás peros a lo que te intimo! El cabo 
Escofina tiene que oír lo que digas... 

—¿Y quién es el cabo Escofina...? 

El subalterno dio un salto y encajó una bota en el costillar de Junco, 
mientras refunfuñaba: 

—¡Con Donato arranco y con Lapuente concluigo, deslenguao! 

Se dobló el mozo y se estiró después. 

—Disculpe, cabo, no le conocía el nombre ni el apelativo; pero 
como el capitán le dio ese trato y usté no lo patió a lo muía... 

—¡Güeno, gíieno, basta canejo! —tronó Pórtela. 

Aquí levantó su voz también Junco, le chispearon los ojos. 

—¡Basta, sí señor, que estamos estirando muy al ñudo la cosa! Usté 
dijo que piensa degollarme, no lo dudo. Pero si tiene hijos no lo haga, 
que yo también los tengo, y chiquitos... 

—¡No tengo hijos! 

—Hágalo por su doña, vea que la mía va a quedar en el desamparo, 
capitán... 

—¡No tengo mujer! 

—Pues entonces por sus tatas, mire que los míos son viejitos, no 
van a aguantar la pena... 



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—¡No tengo tatas! 

—¿Ni amigos, ni aparceros, ni... 

—¡Nada de eso tengo ni he tenido, ni falta que me ha hecho! 

Junco intensificó su mirar, que lo tenía clavado en el duro del co¬ 
misario. 

—Pero dígame una cosa: ¿nunca tuvo tatas? 

—¡No los conocí; me crié guacho en una estancia, a patada y arrea¬ 
dor! Asina es que... 

—Mire capitán disculpe que le corte el tiento. Con todo eso encima 
pué degollarme como y cuando quiera. Pero le viá decir una cosa: por 
lástima que me tengan los que me van a llorar no van a empardarla 
con la que yo tengo por usté en este momento. ¡No creí nimca, en el 
correr de mi vida, que me iba a topar con un cristiano tan desgraciao, 
tan redotao, y tan basuriao por la suerte como usté! 

Allí cerca había un gran árbol caído, abatido quién sabe por qué 
pamperada, reseco ya. Hasta él retrocedió Pórtela y se sentó en uno 
de sus gajos. Y cayó en una abstracción tan profunda que el cabo co¬ 
menzó a rascarse nerviosamente y mirarlo con azorados ojos desde el 
ángulo donde estaba tieso sobre el arco de barril de sus piernas. 

Los cardenales tocaban primas, los sabiás terceras, y los mangan- 
gás bordonas. Pirinchos y benteveos escandalizaban, y a veces un bando 
de cotorras pasaba envuelto en un chismerío, rumbo a algún maizal dis¬ 
tante, en tanto tres patos sostenían una conversación gangosa cerca del 
camalotal del arroyo. Y el tiempo pasaba. Pórtela no se movía; Lapuente 
se rascaba, y a Junco le iba molestando en demasía el sobeo con que 
lo habían maniatado. 

Al fin Pórtela, sin moverse, desde el esqueleto del ramaje donde 
se había sentado, habló: 

—Decime, Junco: ¿por qué me tiraste aquella bala y me rebanaste 
una oreja? 

—Yo no le tiré a usté, capitán, jue al bulto, al borbollón; a mí tam¬ 
bién me chiflaban los chumbos... 

—Decime, Junco: ¿por qué contrabandiás? 

—Porque en la última estancia donde trabajé, el patrón, que es el 
gringo Padula, nos iba sacando la vida a juerza de hacernos cimbrar 
el lomo en el campo, pa dispués encontrar un poco de agua sucia y unas 
tajadas de charque en la mesa. Yo compro y vendo, capitán, pasando 
por arriba de irnos hombres patentaos, que algunas veces se lian arre- 



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glao conmigo. Yo trabajo, capitán, y en ese trabajo dentran el sudor 
y el arriesgue; pero mis hijitos están gordos y mi mujer contenta. ¡Y 
yo soy libre de dir y venir, y de no aguantar caprichos y miserias de 
ningún mandón, que esos sí deberían estar juera de la ley, pues por 
cada barril o fardo que yo paso ellos pasan rodeos enteros. ¡Yo soy 
un hombre, capitán, y tengo vergüenza! Pero ¡basta! 

Aquí ya estaba en plena efervescencia Junco, olvidado del sobeo 
y de la autoridad; la cólera le hacía rutilar los ojos. 

—¡Degüélleme, pues, sáquese el antojo; pero no me deje patiar más 
por ese indio ordinario y sin yel, porque...! 

Se puso de pie el mozo. Imponía respeto, como lo impone un toro 
cuando se echa tierra en el lomo y se le enrojece el ojo. Lentamente 
levantóse Pórtela y se arrimó al preso; y con manso y suave acento —des¬ 
conocido en él— le habló: 

—Sosegate, Junco. 

Y desató el sobeo. 

—Ensillá y andate. 

—¿Cómo? 

—¡Ensillá y andate, te digo! 

El mozo fue y volvió con su caballo. Lo ensilló, montó, y dijo an¬ 
tes de romper la marcha: 

—Por mis tatas, por mi mujer, y por mis hijitos, le doy las gracias, 
capitán. 

El capitán montó también, respondiendo: 

—Y yo a vos por todo lo que me has dicho. Puntiá nomás que me 
voy atrás tuyo. 

Y al cabo: 

—Cabo Escofina, ¡levante mi espada y llévela a la polecía; y que 
se la manden al Jefe! ¡Renuncio! 

Y Escofina contestó, saliéndole las palabras de su boca en escupida 
de trabuco, ásperas y cortantes como pedazos de olla o de nazarenas 
partidas: 

—¡Que la cargue mandinga, canejo! ¡Yo no llevo nada! ¡Tamién 
me largo con Junco por muy poca yel que tenga! ¡Renunceo! ¡Ya estoy 
muy abollao con tanta polecía, y tanta escasez de ganao rabón, de frasco 
y timba! 

Una hora después los tres pasaban la Picada Sucia, rumbo al Brasil. 



UNA VIDA CAMBIA DE RUMBO 


El 16 de diciembre del año 1898 y en el pueblo de San Benito —da¬ 
mos la fecha y el sitio exacto pues exacto es el hecho que vamos a his¬ 
toriar— se dio una actuación policial por parte del segundo comisario 
del citado pueblo, singularísima en el más alto grado. 

A la comisaría llegó un vecino, el día citado, y en forma reservada 
habló con el comisario: 

—Oiga, capitán: en la pulpería del Mellao vide recién apearse un 
hombre. Ese hombre, sin más y sin menos, era el Gato Amarillo. 

El capitán sintió que se petrificaba sobre su asiento. Se trataba de 
un bandolero que tenía sobresaltado y encogido a todo el departamento 
fronterizo. Cada vez que cruzaba la línea rumbo al Brasil la huella que 
dejaba era tétrica: cuando la cruzaba de vuelta, allá del otro lado dejaba 
otra idéntica. Las policías rurales de dos naciones vivían en constante 
espanto pues en las defunciones habidas el porcentaje de milicos era 
muy alto. El comisario reaccionó lentamente. 

—Bueno —expresó—, de esto no digas nada a nadie, y menos a 
tu soda pues chisme en boca de mujer es como si se le defondara el 
barril al aguatero. Si prendemos al Gato, el gobierno te va a pagar muy 
bien la comisión hecha; en el parte tu nombre va ir en la primera línea. 
Andate. 

Ido el vecino, el capitán gritó: 

—¡Cabo Junco! —Apareció el cabo—. Vaya a lo del segundo Ca- 
mejo, despiértelo de la siesta que ha de estar haciendo y dígale que se 
presente sobreinmediatamente. 

En tanto el sol trazaba su arco haciendo vibrar la soledad del pue¬ 
blo, el capitán meditó cómo le iba a hurtar el cuerpo al bandido. 

—A este segundo —murmuró en una de esas— un día le viá ser 
dormir la siesta colgao de una pata en el farol de la esquina pa que el 
pueblo vea cómo procede la autoridad... 

Pasada una hora compareció el segundo, a quien la maledicencia 



62 


pública le había puesto Nariz de Pitanga porque la cantidad de licor 
brasileño que absorbía diariamente se la había puesto mora. 

—Vea, segundo —habló el comisario—, tendría que decirle algo 
relacionao con el reglamento policial pero lo dejo pa otra ocasión pues 
hay un asunto más peludo pa tratar. Y acomódese pues lo que le viá 
comunicar es peor que rociada de trabuco. 

Camejo comenzó a disipar la niebla en que venía envuelto. 

—Escuche y escuche bien; y aguante el sogazo como varón: ha caído 
al pueblo el Gato Amarillo. No hace dos horas que manió el caballo 
en la pulpería del Mellao. 

El segundo Camejo tenía, como todos los hombres tienen, sus fa¬ 
llas, entre ellas una sobresaliente: un inconmensurable amor a la caña 
y al naipe. Ante una botella caía en hondos éxtasis y frente a una baraja 
en fakíricos arrobamientos. Pero era hombre de acerado temple, dueño 
de un coraje tan grande como sereno. De ahí que el comisario, muchas 
veces, cuando tuvo que sancionarlo por tal o cual falta dejó de hacerlo, 
al recordar hechos [a los] que el valor de Camejo había puesto sello 
de legendarios. 

—Ta bien, capitán —expresó el segundo—, es la primera vez que 
cái al pueblo esa visita. ¿Quiere que lo salude y se lo traiga y presiente? 
No tiene más que ordenar. 

—;Ya se lo estoy ordenando! Levante los milicos que necesite y 
proceda como le parezca. 

—¿Así que usté no va dentrar en la comisión? 

—¡Esa es cuenta de mi rosario, canejo! 

El segundo conocía a fondo de qué pie rengueaba el comisario. Sa¬ 
lió taconeando fuerte y sonriendo velado. Ganó el galpón del local po¬ 
licial, ordenó que le cebaran mate y comenzó a elaborar un plan. 

—Dir con una retaguardia de milicos, no —pensaba—. Sería como 
querer levantar una lechiguana zapatiando un malambo. Dicen que el 
hombre ni mal siente mido a corvos se desnortea del todo y es cuando 
fariñera en mano es como aspa de molino. No. Viá dir solo, sin quepi, 
sin chaquetilla y sin sable. De cevil y con mi puñal de despenar perros. 
Ande lo tope le doy voz de preso; y ande se resista lo bandeo. 

Luego de aguachar bien la cebadura y rumiar mejor el asunto, pun¬ 
teó a su rancho. De allí salió, noche ya, calzando bota cortona, luciendo 
pantalón de cajetilla y un ponchito vichará que apenas disimulaba el 
largo puñal. Lentamente cruzó las calles del pueblo cuyo polvo aún ar- 



63 


día; y se arrimó a la pulpería del Meilao. Adentro ya, le dijo al pulpero: 

—¿Sabés qué forastero cayó al pueblo? El Gato Amarillo. ¿Lo co- 
nocés? 

—¡El Gato! ¡A él no, segundo, pero a sus mentas las sé mejor que 
un compuesto! 

—¿Qué clientes tuviste hoy? 

—Mire: todos conocidos a no ser un rubio, melena como viruta, 
y ojos vidriosos, como bochones de jugar a la bolita. 

—¡Ese es el Gato, Meilao, el mesmo Gato! ¿Pa ande enderezó? 

—Tomós dos giniebras compuestas, me preguntó por el rancho de 
la Ciriaca. Dijo que volvía en seguida a pagar el gasto. Cuando le hice 
saber que yo no le fiaba ni a mi mesmo agüelo se rió un poco, primero, 
y dispués me clavó los ojos. Contestó: por dos giniebras naides duda 
de hombre, don. Montó, sentí el trote del montao y entodavía tenía me¬ 
tido en la entraña el rejucilo de los ojos... 

—Es el mesmo, sindudamente. Lo viá esperar. Que vuelve vuelve, 
no lo dudés, Meilao. 

Sentóse Camejo y pidió una caña. 

—¿Y usté se va topar con él, segundo? 

—Es verdá. 

—¿Y aquí mesmo? ¡Me funde la pulpería, segundo! En las pencas 
del Bajo Sucio, el Gato armó una trifulca, va pa un año, y la enramada 
ande se sacudió quedó patas arriba, la paja brava del techao desparra¬ 
mada como a diez cuadras, calcúlele... 

—No tengo nada que calcular, Meilao. El gasto que se haga se te 
pagará. Podés poner en él las cañas que vaya tomando. 

El Meilao dio con el alma en tierra. 

Media hora pasada se encuadró en la puerta el Gato Amarillo. Aco¬ 
modó la mirada a la penumbra que el farol de la pulpería hacía del am¬ 
biente, niebla de querosén filtrado por una mecha que no se alisaba nunca 
y un tubo que no se limpiaba jamás. En un rincón, el segundo Camejo 

—Güeñas noches —dijo el Gato—, sírvame otra compuesta, pulpero. 

—Güeñas pa algunos —habló Camejo poniéndose de pie brusca¬ 
mente—. La compostura te la viá dar yo, bandido. ¡Vos sos el Gato 
Amarillo, date preso! 

—¿El que...? 

Lo que ocurrió fue fulminante. Relampaguearon dos puñales, hubo 
un chispear de aceros. El bandolero, en im salto felino, puso espaldas 



64 


sobre una puerta ladera pues el segundo le había ganado la de la calle. 
En uno de los cuerpeos del duelo la que apuntalaba al Gato crujió, cedió 
el pasador que la trancaba, se abrió. Por ella pasó reculando el bandido 
y tras él Camejo multiplicando mandobles. Mudos ambos, fulgurante 
el mirar, apretados los dientes, se vieron en medio de un cuadro sin¬ 
gular: ocho espectros, clavados los ojos en dos manos: ima, que sos¬ 
tenía el mazo de un naipe; otra, haciendo patinar una figura sobre la 
baraja. De vez en cuando el tallador las inmovilizaba y de él salía un 
tenue murmullo: 

—Tapen el cuatro, copen si son guapos... 

El cuadro, para quien no fuera timbero, era sobrecogedor: aquellos 
fantasmas hieráticos, sumergidos en la profundidad terrible del juego, 
ajenos a todo, hasta sus propias vidas... Pero el segundo lo sintió grato 
y el Gato no menos, pues era hermano de aquel en la magia del monte. 
Ambos se sintieron suspendidos de aquellas manos embrujadas en tanto 
las armas homicidas comenzaron a humillarse ante el poderoso encan¬ 
tamiento del juego. Y otra vez el tallador desafiaba por la carta de la 
banca, que era un caballo teniendo un cuatro en contra. A Camejo de 
golpe la punteó en la memoria este cuarteto tahuresco: Caballo y cuatro 
en porfía / dijo don Martín Sorondo / le gana el cuatro, aunque hondo 
/y abajo en contra judía. Ya subyugado del todo gritó: 

—¡Copo al cuatro! 

Ganó el cuatro y en tanto el segundo levantaba la plata, incluso 
la del Gato que había seguido al caballo, el tallador dijo: 

—Ahora banque usté, segundo. 

Así fue. Al fin Camejo desplumó la nieda. Rezongando unos, mal¬ 
diciendo otros, se fueron todos. Quedaron allí Camejo y el Gato, mesa 
por medio, mirándose. Hasta que habló la autoridad: 

—Gato, tengo que prenderte y sé que eso no va ser cosa de gurises. 
Por lo tanto creo que sería mejor pa vos y pa mí lo que le viá proponer. 
Agarrá el mazo, andá barajando mientras yo salgo a vaciar la vejiga, 
poné dos cartas boca arriba. Yo copo. Si erro me voy con vos a seguir 
tu bandidaje; si acierto yo arreglaré pa meterte de milico en la polecía. 
Ese es el trillo a seguir pa bien de no quedar de finaos aquí mesmo. 

—Ta bien —dijo el Gato. 

Y en tanto Camejo salía, el bandido, que era zahori de la baraja, 
la acomodó para poner un cuatro y un caballo sobre el tapete y el mazo 
acomodado para que ganara el caballo. Volvió el segundo, que calculó 



65 


muy bien la maniobra del Gato. Miró las cartas y copó al caballo. El 
Gato quedó un instante inmóvil, abismado ante aquel viraje que no es¬ 
peraba. 

—Pero... 

—Corré las cartas, Gato, ¿qué tas esperando? 

No tuvo otro remedio que tirar las cartas el bandido. A la tercera 
apareció el caballo. Rendido ante la fatalidad, caídos los brazos, flác¬ 
cidas las manos, murmuró: 

—Pero, ¿y aquel versito, segundo? 

—Es que hay otro pa turnarlo. Este: Cuatro y caballo peliando / 
dijo don Pancho Mezquita / le gana el pingo cerquita / el cuatro queda 
boquiando. 


* * * 

En la comisaría, luego de anunciado, el segundo se cuadró ante 
el comisario: 

—Aquí ta el varón, capitán; no es gato ni amarillo, es hombre y 
mbio y quiere dentrar en la polecía. Y como el personal ta muy raliao... 
Así fue como una vida cambió de rumbo. 




EL GUARDIA CIVIL JUAN CACERES 


Era aindiado, cortón, de ojos escondidos bajo apretadas pestañas, 
y veintiséis cerdas repartidas entre bigote y pera. La cola de una me- 
lenita lacia le besaba el cogote, nuca abajo. Lo único de cierta belleza 
que poseía eran los dientes, que los lucía blancos, grandes y parejos. 

—Güenos dientes llevás, hermano —le dijeron cierta vez. 

Y él: 

—Pa lo que los menesto son herramientas muy superiores. 

A los ocho años de cargar chaquetilla, bombacha con franja, y sa¬ 
ble sonante, había hecho de su carrera ciencia y arte. 

De la comisaría a unas dos leguas se alzaba, casi sobre el Paso de 
los Bagres, el rancherío Tacuruzal. En realidad aquellas viviendas eran 
poco más que taperas y poco menos que ranchos. Allí se hacía de todo 
—menos trabajar honestamente— entre la última luz de la tarde y la 
primera del amanecer. Allí pernoctaba Cáceres en la cueva de la Tica 
Barroso, mujer que le lavaba los mulambos y le concedía su cuerpo 
agrio una vez por semana. Cuando Juan volvía a la comisaría ocupaba 
su lugar en la cama y mesa el “capitán” Gabito, ser que vivía mila¬ 
grosamente de un naipe cuyas figuras aparecían, también milagrosa¬ 
mente, por entre una pátina de sebo. Alguien le dijo a Cáceres en un 
encuentro. 

—Mire, Cáceres, que el capitán se acuesta con su mujer... 

—Ta equivocao, don —respondió—, yo me acuesto con la mujer 
del capitán. Y vea: pa polecía yo alcanzo y entodavía sobro. 

De cuño personalísimo e inconfundible eran sus procedimientos. 
Una vez, por ejemplo, salió del Tacuruzal bastante desnorteado. La Tica 
había “compuesto” tres litros de caña que a Cáceres le parecieron la 
cúspide de la compostura. A medianoche salió del rancho de cincha 
floja, carona al revés y cojinillos atravesados. Sin embargo no había 
perdido el tino del todo. Puso rumbo a la Picada Sucia, lugar sombrío 
que conocía bastante. Era verano, allí cocinaría la tranca en paz. Llegó 



68 


a un abra, tiró los cueros sobre el pasto y él sobre los cueros. Y entró 
como en un delirio... hasta que se sintió golpeado duramente. Sangre 
e instinto de indio hicieron que reaccionara de inmediato; y como entre 
la media luz del amanecer viera encima de él un bulto y sintiera unos 
bufidos escalofriantes, se enderezó y dio libertad a un alarido que sa¬ 
cudió todo el monte del arroyo; y fue un ruidaje de carpinchos al agua, 
gritos de chajás, y de bichos despavoridos sorteando la espesura. Y ya 
sintió una voz aguda y angustiada: 

—¡No me mate, don Cáceres! 

Al lado de él, patas arriba, estaba el contrabandista Nacimiento Quei- 
rolo el que, habiendo pasado la picada y no viéndolo, le había echado 
la recua por arriba. Cáceres era un repentista, observó de soslayo los 
cargueros, se dio buena cuenta de la situación. Púsose de pie y habló: 

—Te estaba aguaitando, lagarto sin yel, quebrador de leyes... 

Queirolo pudo sentarse. Dijo: 

—¡Ah, don Cáceres, no me levante el surtido! Vea que mantengo 
china y cuatro gurises... 

—Sí, y también naipe y taba. 

—Pa matizar lo hago, don Cáceres, que las negras hay que mes- 
turarlas con las... 

—Güeno, güeno, punto en boca. Lo viá hacer por la china y los 
gurises. Pero haceme el favor de apartarme cuatro quilos de porotos, 
cuatro de azúcar, cuatro de fariña, y unas diez rapaduras pa que se lo 
dejés de paso a la Tica diciéndole que ta pago tuito. Caña no le dejés 
aunque te pida porque aura le ha dao por hacer compuestos. Podés dirte, 
¡y mirá que atrás de aquel ceibo tengo la tercerola! 

Esta tercerola de Cáceres, de la que no se desprendía ni en situa¬ 
ciones como aquella del compuesto de la Tica, tenía sus mentas parti¬ 
culares y sonantes. En el curso de su existencia, Cáceres había hecho 
cinco disparos con ella; cada disparo fue un cataclismo. Citaremos uno 
de ellos. Un matrero famoso, el “Gato Rabón”, copó una noche un 
despacho de pulpería, y trancada la puerta se resistía. Llegó Cáceres, 
metió el caño de la tercerola reja adentro, hizo jugar el monumental 
gatillo, y la cosa no dio para más. No mató a nadie; pero de adentro 
sacaron al pulpero, a cuatro clientes y al Gato Rabón hechos trapo y 
con los tímpanos rotos. 

Bueno. Alboreando un día de diciembre llegó a la comisaría el ne¬ 
gro Lesmes, peón de la estancia de Alejandrino Moraes, conocido en 



69 


ruedas murmuradoras por “el portugués Mandinga”. Se trataba de un 
hacendado de gran fortuna, miserable y ruin; pero “guapo como las 
armas”, y malo como mangangá que le tocan la tacuara. Era poderoso 
por su riqueza, pero odiado por ruin, pues hasta sus dos hijas, que con 
él vivían, más bien dicho morían en la estancia con la doble tristeza 
del hambre y de la prisión, vestían con paños que se deshilacliaban de 
viejos. Llegó Lesmes, fue atendido por Cáceres. 

—Traigo un parte muy peludo pal mayor, don Cáceres. 

—El mayor marchó antiyer pal pueblo, por el dotor. Tuvo un ata¬ 
que, el hígado se le sublevó. Yo soy el encargao de la comisaría, ¿qué 
hay? 

—Lo que hay no ; es nada, don Cáceres; lo que hubo y lo que va 
haber es que es lo fiero... 

—¡Güeno, dejate de tiemples y afines! 

—Sucede que don Alejandrino nos tiene pasaos, dende las hijas hasta 
los piones. Si entodavía quedamos algunos es por querencia, por ne- 
cesidá, y por apego a aquellas pobres niñas que ya no dan más de éticas; 
más que vivientes parecen estacas. La custión es que Viriato, mi primo, 
alguna noche camiaba un capón mientras el viejo roncaba, asina noso¬ 
tros llenábamos las tripas con las que andábamos casi siempre con más 
viento que otra cosa. Pero antiyer el hombre descubrió el pastel y le 
dio una paliza a Viriato que pa dijunto le falta un jeme. Entonces tuitos, 
dende la casera Marica hasta las hijas, nos regolucionamos; y ayer, mien¬ 
tras el hombre dormía la siesta le cáimos arriba y lo reatamos a la cama. 
Allí ta pegando cada bramido que los perros ganaron el campo. Por 
eso me mandaron pa ver al mayor y pedirle si pué ponerle algún em¬ 
plasto al mal... ¡Ay, don Cáceres, yo no güelvo allá, pobres de las mo¬ 
citas, pobres de los piones...! 

—¿Y vos creés que con lamentos...? Mirá: mientras yo ensebo la 
tercerola ensillá aquel moro que está en la soga. 

Ya había corrido la mañana. Con sol y moscas llegaron a la casa 
de Moraes, Cáceres y el negro Lesmes. Se apeó ruidoso aquél y pun¬ 
teando la procesión de hijas y servidores entró en el dormitorio del mi¬ 
serable. El rostro de éste imponía pavor. Gritó: 

—¡A ver, milico Cáceres, desáteme que con usté o sin usté, viá 
ser justicia en esta casa! 

Cáceres, imperturbable, arrimó una silla petisa a la cama. Se sentó 
en ella, descansó el sable y terció la tercerola entre sus piernas. Luego 



70 


habló: 

—Primero y prencipal: si güelve a levantar eso de milico le meto 
ese milico con mita la carga de la tercerola buche adentro. Segundo 
y prencipal: el único que pué poner prima arriba el palabraje soy yo 
por ser autoridá. ¿Ha entendido? 

—He entendido. ¡Suélteme aura! 

—Sí, señor. Pero tiene que óirme primero. Pa su conocimiento le 
viá notificar lo que va por delante. El negro Viriato, pión suyo, carnió 
un capón sin su permiso, y usté lo descostilló de una tunda. Ni el negro 
debió robar ni usté descostillarlo. ¡El código pertinente dice que la ley 
castiga al que roba y castiga al que apalea! ¿Pa qué tamos las leyes, 
el superior gobierno, y yo que represiento tuito eso? ¿Usté ha escrebido 
alguna ley, es gobierno, es el guardia cevil Cáceres de la sesión corres¬ 
pondiente ande ta su estancia? Pero mito eso es fariña de a cobre, como 
quien dice. Usté ha hecho y hace algo pior que lo dicho, y es lo que 
le viá notificar inmediatamente. Siendo dueño de nueve mil cuadras de 
campo que ya ni pasto tienen de tanto ganao que aguantan, y teniendo 
una burra que parece una carreta, de grande, atiborrada de cóndores 
y doblones, charquea ima vez por mes, y de ese charque que mestura 
con algún poroto picao y con algunos pedazos de galleta como pa sacar 
chispas a un yesquero, de duras, tienen que vivir sus hijas y sus piones. 
Los perros se sostienen con las carnizas. Ni los ratones viven en esta 
casa, hasta las lechuzas pasan de largo por ella. ¡El único con estao 
aquí es usté, canejo! Y dígame una cosa: ¿pa qué amontona y quiere 
tanta tierra, tanta hacienda, y tanta plata? ¿Cree que va a seguir parando 
rodeo en el otro mundo y que allá las libras pesan? Si al menos juera 
dijunto antes que esas pobres hijas suyas, y ellas pudieran sacarle el 
jugo a mito eso, vaya en paz. 

"Pero al trote que van usté se va a quedar como cuervo viudo... 
¿y pa qué? El fisco y alguno de letra menuda, que ni sabe cómo usté 
se llama, se van a comer muy orondamente tuito esto: lo que usté cuidó, 
el sudor de sus piones, las lágrimas de la finada su mujer, que se murió 
de pena, y las de sus hijas que ya tan medio idas del encierro y del 
hambre. ¡Mire, portugués Mandinga, bandido y perdulario, debía de 
jusilarlo yo mesmo en nombre de la ley y de los hombres! 

Y se levantó transfigurado, Cáceres. De una patada apartó el corvo 
y alzó la tercerola. Y al mover el gatillo éste se levantó con un crujido 
tan imponente y siniestro que don Alejandrino, a pesar de que tenía 



71 


el hígado invulnerable, sintió que el terror le erizaba vellos, barba y 
melena. Las hijas del bandido y los peones no pudieron resistir esa ac¬ 
ción tan trágica de Cáceres. Las mentas de la tercerola habían trastor¬ 
nado muchas veces el pago. Las mozas se abrazaron a la autoridad. 

—¡No tire, don Cáceres; es un desalmado pero es nuestro padre! 

Las sirvientas rompieron a llorar, los peones clamaron... Pasó por 
allí un soplo dramático. Pero el drama real, profundo y tocante lo sintió 
el estanciero ante aquella reacción del amor filial. Todo lo que había 
hecho sufrir en su casa se derrumbó ante la determinación de Cáceres, 
anunciadora de su muerte. Su pecho se alzó, sintió que el nudo de una 
emoción desconocida lo ahogaba, estalló en un sollozo tremendo... 

Hoy la hacienda de don Alejandrino Moraes tiene un patio florido 
que está lleno de pájaros. Gritos y alborozo de niños... Y en una pared 
de la sala, bajo un retrato de Cáceres encuadrado en dorado marco está 
su tercerola; retrato y arma son símbolo de bondad, de sabiduría, y 
de justicia. 




PENCA BRAVA 


Indudablemente, Florentino Abascal era hombre despejado. En el 
trato diario, en fiestas de pencas o yerras, en alguna rueda de truco 
o monte sus expresiones, modos o tácticas le habían dado una aureola 
que muchos envidiaban. 

—De haber nacido zorro —decía cierta vez un paisano— era el jefe 
de ellos. 

Amargueando estaba una tarde en la puerta de su casa, cuando vio 
acercarse al comisario Cobián. Cambiaron saludos, la autoridad sentóse 
a su lado. Siguieron la rueda del mate. En una de esas el comisario dijo: 

—Le ando pasando mano a un asunto de fruncido pa arriba. Por 
aura tuito se ha ido en tanteo. 

—¿Se pué saber el asunto? 

—Vea, don Florentino: se pué saber. Anda un bicho por el pago 
que cada tanto carnea y cada tanto cerdea, mito por cuenta propia. Hoy 
por una estancia, mañana por otra, el abigeo lo va repartiendo muy su¬ 
periormente. 

—Dígame, comisario: ¿no ha encontrao ningún rastro? 

—Sí señor: hay un pardo en el rancherío de Los Muertos, Cele¬ 
donio Cancela, llamao por mal nombre Pirú... Le hemos andao pisando 
los talones, pero siempre se nos ha hecho humo. 

—Lo conozco. 

El hacendado quedó un momento pensativo. Luego habló: 

—Hágale decir que venga a mi casa. Usté se queda unos días y 
en cuanto el hombre aparezca, del otro lao de la puerta usté le toma 
los puntos. Si los delitos son de él lo hago cáir o me borro el apelativo... 

Tres días después a media mañana compareció Cancela. Muy hu¬ 
mildemente pidió licencia para apearse. Abascal lo hizo pasar a la sala. 
Quedaron solos. 

—Amigo Celedonio —comenzó el hacendado—, te he mandao lla¬ 
mar y te diré el porqué: tengo que hacer una tropa grande pal centro 



74 


y necesito hombres pal arreo. Y como te conozco campero me acordé 
de vos. Te pido que me veas cuatro o cinco pa lo mcsmo. Son como 
dos mil reses, calcúlale. ¿Amargueas? 

Sin esperar respuesta llamó a la sirvienta y le ordenó trajera caldera 
y mate. 

—Y el botellón con la brasilera que ta en el aparador. 

En tanto comenzaban a darle a la bombilla y vaso, Abascal fue co¬ 
municándole a Celedonio el nimbo de la tropa, la situación de la estan¬ 
cia donde sería entregada, el monto del negocio, etc. 

—Va a ser un trabajo largo, amigo Celedonio, va mucho chucaro... 

Y de esa forma, menudeando datos y tragos, puso a punto al pardo. 
En una le dijo: 

—Y a ver si entre los que va a conchabar no se mete uno que anda 
por áhi negociando muy sosegadamente reses y cerdas... 

—¿Cómo, como? 

—Hace pocos días me cayó el comesario Cobián a quejarse del tra¬ 
bajo que le andaba dando un viviente... ¡Muy dclicao se ha puesto! ¿Por 
qué no deja que cada cual se lamba como pueda? ¿Qué merma le va 
a hacer a nengún estanciero un capón o una vaca, o cuatro yeguas cer- 
diadas? En más de un rodeo he visto reses ajenas, y capones ajenos 
en más de una majada. Ni un dedo he movido pa apartarlos. Algo mío 
andará por otros potreros y hasta aura naides se ha dao cuenta... 

Y de esa forma, echándose el fardo encima —como quien dice— 
y repicando copas afrontó al otro, tanto que en una de esas gritó: 

—¡Y es mesmamente ansina, don Florentino! ¡Quien lo ve al tal 
comesario tan delicao! ¿Por qué diantres no se mira la cola que la tiene 
como un lagarto? ¿Por qué no le copa uno de los surtidos a Nieves? 
Porque a Nieves, mientras va y viene cnizando la linia, le usa rancho 
y china muy orondamente. Y... vea don Florentino, pa cortar: ¡Yo soy 
el que carnea y cerdea... 

Abrióse de golpe una puerta y por ella pasó, destellando ojos, el 
comisario Cobián. 

—¡Date preso, pardo perdulario! 

Pero no había contado que Celedonio, a quien el hablar criollo ha¬ 
bía bautizado de Piró por el aire azonzado que lucía, con la confianza 
y el beberaje otorgados por el hacendado Abascal, había despertado 
su otra personalidad, que en ese momento estalló galvanizada. 

Botó el pardo, pues, y se plantó en un rincón haciendo fortaleza 



75 

con dos sillas. Y dándose cuenta de la felonía tramada entre Abascal 
y Cobián, alzó su voz vibrando de ira: 

—¿Preso? Si, viá dir preso, pero no llevao por vos, sotreta. Al pue¬ 
blo viá llegar ande me presentaré al jefe al que le diré quien sos vos: 
de las coimiadas en timbas de monte y taba, de la sociedá que tenés 
con Nieves en cama y cargueros, del penche y mesa limpia que le hi¬ 
ciste a aquel turco mercachifle... Y también viá denunciar —aquí los 
ojos rutilantes se clavaron en el hacendado— a don Florentino Abascal: 
de la paliza que le dio a la negra Cirila Alcoba, que la dejó tullida de 
por vida, porque no quiso arreglarle una de las hijas; y el arreo que 
le hizo a don Juan Borche, que lo dejó como pa pedir limosna; y... 

—¡Basta! —tronó el estanciero, puesto de pie bruscamente. 

Un silencio profundo imponente cayó sobre los tres. Los ojos de 
Abascal iban de Cobián a Cancela y de Cancela a Cobián. También 
estos, estatuados, se observaban mutuamente. Y en tanto pasaba el tiempo 
y el silencio, cada vez más espeso —pues los hay así—, gravitaba sobre 
ellos, aquellos tres seres estuvieron calibrando sus respectivos delitos. 
Y Florentino Abascal y el comisario Cobián llegaron a la conclusión 
de que ellos habían corrido bien; pero el pardo Celedonio Cancela les 
había ganado por una cabeza. El hacendado habló sentándose muy sua¬ 
vemente en la silla: 

—Siéntese, comesario, sentate Celedonio. Vamos a seguir la ronda 
de mate y caña. 

Y dando un grito desaforado: 

—¡A ver, Marica, trái el otro botellón de brasilera! 




INDICE 


Prólogo . 7 

El milico . 15 

El matrero . 19 

El comisario Lino Cabrera y el negro 

Marcelino Meireles .23 

El sargento . 27 

Los mellizos Fragoso . 31 

El parte del sargento Zacarías Crespo . 37 

El teléfono de la tercera . 41 

Sherlock Holmes criollo . 45 

El rapto .49 

El Pirú Fleitas y la libertad .53 

Renuncia del comisario Pórtela 

y del cabo Lapuente . 57 

Una vida cambia de rumbo .61 

El guardia civil Juan Cáceres . 67 

Penca brava . 73 



















vOOO-JONLA-P^UíN) 


79 


LECTORES DE BANDA ORIENTAL 
COLECCION DE VENTA EXCLUSIVA A SUSCRIPTORES 
Sexta Serie 


1. 


11 . 

12 . 


RAFAEL COURTOISIE: El mar interior (cuentos) 
ERACLIO ZEPEDA: Asalto nocturno 
JACK LONDON: El inevitable hombre blanco 
CARLOS DENIS MOLINA: Lloverá siempre (novela) 
M. R. JAMES: El fresno y otros cuentos de fantasmas 
J. C. DA ROSA: Juan de los desamparados 
STEPHEN CRANE: La chalupa (cuentos) 

CIRCE MAIA: Un viaje a Salto 
NELSON FERREIRA: Las lámparas de fuego 
LEONARDO ROSSIELLO: La sombra y su guerrero 
JOSE MONEGAL: Cuentos de milicos y matreros 
HENRY TRUJILLO: Torquator 



Se terminó de imprimir en TRADINCO S.A. 
en el mes de noviembre de 1993. D.L. 289.278/93 
Esta edición está amparada por el Art. 79 Ley 13.349 





lectores de banda oriental / sexta serie 


EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL